De sus orígenes y sus proyectos, de la experiencia en Chila y el interés del público de Buenos Aires por la pastelería japonesa, hablamos con esta cocinera detallista que convirtió su vocación en una forma de vida.

Publicado por  | May 14, 2023 |  |     

a sakura dura muy poco, por eso se asocia con lo efímero, explica Ana Irie mientras muestra su muñeca derecha en la que tiene tatuada una flor de cerezo. Tratándose de la piel de una pastelera, es inevitable la asociación con la fugacidad de los postres, pero ella aclara que lo tiene para recordar que hay que aprovechar los momentos lindos de la vida. 

Ana es tercera generación de descendientes japoneses. Su abuelo llegó después de la guerra, se casó con otra compatriota y tuvieron ocho hijos. La familia vivía en Buenos Aires, en el Partido de San Miguel, dedicada al cultivo de las plantas ornamentales de interior. Pero al padre de Ana la ciudad no le gustaba y a los 20 años se mudó a Corrientes, en donde siguió con el negocio familiar.

En esa ciudad húmeda a orillas del Paraná, en la que no había demasiados habitantes con ojos rasgados, nació Ana. Le decían china muchas veces, y sus compañeros de colegio miraban desconcertados las onigiris (bolitas de arroz) que le mandaba su mamá para el mediodía. Siempre me sentí un sapo de otro pozo, se sincera, y cuenta que hasta ese momento no daba ningún indicio de querer dedicarse a la cocina, salvo la obsesión de cortar todo en brunoise si le pedían ayuda para preparar una ensalada de frutas. 

Recién a la mitad de la carrera de Bioquímica, cuando se mudó a Buenos Aires a una residencia universitaria nikkei en la que convivía con otros chicos que eran mitad argentinos mitad japonenses, encontró su lugar. Se dio cuenta de que no sólo ella acompañaba el asado con arroz blanco, o le ponía salsa de soja a las milanesas. 

En cuarto año entró en crisis. Bioquímica me parecía demasiado teórica, y necesitaba algo más práctico, más cercano, sintetiza. Si a sus padres ya les había costado que se mude a la capital, ahora les tenía que decir que iba a dejar la carrera universitaria. Me costó mucho la decisión porque sentía que al cambiar a gastronomía decepcionaba a toda mi familia, recuerda. 

Por eso, cuando empezó a trabajar en pastelería –eligió esta especialización porque le parecía la más exacta– la presión que se puso fue aún mayor. Era tan autoexigente que nada me alcanzaba. Por suerte en los últimos años pude empezar a disfrutar más, comenta.

A mí me interesa saber qué es lo que pasa microscópicamente cuando preparo algo, por eso hice un curso de Química, para entender, por ejemplo, por qué se espesa una crema pastelera. 

¿Te sirvieron tus estudios en bioquímica en la gastronomía?
–No específicamente, pero sí a tener una mirada más racional. En la cocina no es todo práctica, hay que pensar. Para poder sistematizar una receta hay que estar muy atento, porque las variables son un montón. Detalles como la humedad del ambiente o el tamaño de la hornalla pueden alterar el resultado final, y no sirve que las cosas salgan una vez bien y otra mal.

A mí me interesa saber qué es lo que pasa microscópicamente cuando preparo algo, por eso hice un curso de Química, para entender, por ejemplo, por qué se espesa una crema pastelera. Este conocimiento me ayuda a resolver situaciones y a deducir las causas por las que algo falla. De los errores se aprende más que de los aciertos.

¿Hubo alguna técnica que te costó aprender?
–La chocolatería. Le huía al templado. Pero cuando algo me cuesta, lo encaro. Me metí en un taller y ahí entendí los cambios de temperatura y cómo se forman los cristales. Ahora me encanta cuando doy vuelta los moldes de bombones, les doy un golpe y caen todos brillantes. 

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Al proceso de revinculación con sus orígenes que comenzó en la residencia, le siguieron tres viajes a Japón. El primero a los 29 años, por seis meses, con una beca que le otorgó la prefectura de Akita –cuna de su abuelo materno– en el que tuvo su primer acercamiento al wagashi, la pastelería tradicional japonesa.

La segunda vez volvió como turista, y la tercera, con una nueva beca, para seguir profundizando sus conocimientos. La idea de esta ayuda económica es aprender algo en Japón, volver y difundirlo. Pero en ese momento estaba trabajando tantas horas que me era imposible, señala. La inesperada pandemia fue la que le dio el tiempo para ponerse a practicar estas recetas ancestrales. Así empezó a producir cajitas que traen ocho preciosos dulces envueltos en un furoshiki (pañuelo), cada mes con una temática de la cultura japonesa diferente.  Yoyai Kusama, Hello Kitty y Draemon fueron algunas, y la próxima, que sale el 29 de abril, va a estar inspirada en la sakura.

¿Qué caracteriza al wagashi?
–Se basa en materias primas de origen vegetal: legumbres, arroz mochi, aduki y azúcar. Es una pastelería muy ligada a la estacionalidad, porque los japoneses tienen muy incorporada a su vida cotidiana la naturaleza.

Por ejemplo, los nerikiri con representaciones de flores de sakura son típicos de la primavera, mientras que en otoño se usan las castañas y su gama de colores. En verano consumen dulces frescos, a base de un agar agar muy cristalino; y en invierno cocinan una sopa dulce caliente con bolitas de mochi, oshiruko. ¡Mi abuela nos preparaba esa sopa en enero en San Miguel!

¿Cómo hay que servirlos? 
–Los dulces japoneses no se comen de postre luego de una comida. La manera correcta es consumirlos solos, acompañados de té verde, que es un poco amargo y compensa el dulzor. Son sabores muy sutiles.

¿Las texturas son muy distintas a las de la pastelería occidental?
–Sí. El mizuyocan, una mezcla de agar agar y dulce de porotos, tiene una textura similar al dulce de batata. El mochi, a base de harina de arroz glutinoso, es gomoso. El nerikiri, un dulce relleno de poroto aduki con una cobertura de poroto blanco, es arenoso, similar al mazapán.

¿Es difícil conseguir los ingredientes?
–No, porque no son numerosos ni raros. Pero el dulce de porotos, el anko, en Japón lo conseguís ya listo mientras que acá muy poca gente lo vende. Hay que empezar las recetas de cero y eso las hace muy trabajosas. La otra limitación es la calidad: en Japón venden muchos tipos de harina de arroz mochi, en cambio acá la que se consigue de industria nacional no tiene las mismas características, por lo que hay que adaptar las preparaciones.

¿Qué potencialidad le ves a esta pastelería en Argentina?
–Hay un público que la consume porque le interesa la cultura japonesa; y otro al que le gusta comer y probar cosas nuevas, que se anima a degustar esta pastelería que es bastante diferente a la del chocolate, el dulce de leche y la crema.

En Argentina hay un público que consume pastelería japonesa porque le interesa esta cultura; y otro al que le gusta comer y probar cosas nuevas, que se anima a degustar esta propuesta que es bastante diferente a la del chocolate, el dulce de leche y la crema.

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Ana entró a Chila cuando arrancó, hace 17 años, en el primer equipo que armó Soledad Nardelli, y nunca se fue. Las cartas eran estacionales. La prioridad siempre fue que el plato sea rico. Después buscábamos sorprender al comensal, para eso nos valíamos de técnicas de la cocina moderna, como espumas, nitrógeno, o gelificantes, detalla.

De ese trabajo de vanguardia salieron postres memorables, como el alfajor de queso y dulce (sablèe de queso Lincoln, dulce de membrillo, helado de boniato y queso morbier) o la cajita comestible, que fue cambiando de rellenos. Un año la llevamos a Masticar. Aunque fue muy estresante, me encantó, no sólo porque mucha gente la pudo probar, sino también por el reconocimiento de nuestros colegas, que no podían creer que hayamos preparado un postre tan frágil y difícil en una feria, cuenta.

Si bien Chila cerró sus puertas Ana va seguir trabajando con el equipo en nuevos proyectos: en Yugo, un restaurant japonés, y en otro espacio nuevo más informal. Además, en estos seis meses de impasse, en el restaurant va a funcionar el proyecto Amarra: cada tres semanas un chef del interior del país va a cocinar su menú con el equipo de cocina y de servicio de Chila.

Vos te encargabas de los pasantes ¿Cuál era el criterio de selección?
–No hacía filtro por currículum. A veces llegaban chicos que habían hechos stages en Europa, pero no sabían cocinar. En cambio, había gente que no tenía mucha experiencia, y sin embargo compensaba con la actitud. El trabajo en cocina se muestra en cocina, en ningún otro lado. En los últimos años notamos además que las personas llegaban con unas expectativas muy distintas a la realidad. Las series y las redes sociales distorsionan un poco lo que es ser cocinero. Hay mucho trabajo duro detrás de cada plato.

¿A qué pasteleros admirás?
–A Jesús Escalera, de La Postrería, en Guadalajara; y a Jordi Roca, de El Celler, en Girona.

¿De qué otra cosa disfrutás, además de cocinar?
–En mi tiempo libre me gusta leer. Ya de chica era socia del Club del libro en Corrientes. Leo desde Jane Austin hasta El Padrino de Mario Puzo, que es el libro que más amo.  También Banana Yoshimoto, Kazuo Ishiguro, o best sellers, como las novelas históricas que escribe Ken Follett. 

IG:@ana_irie

ANA Y SUS AMIGAS

  • Ronda pastelera. Ana se unió a Pamela Villar, Estefi Maiorano, y Caro Ferpozzi para divertirse, generar vínculos y darle visibilidad al trabajo dulce que se hace en las cocinas. Sus últimas acciones fueron una clase en MAPPA y un brunch en Chila, el 23 de abril, en el que cocinaron con Victoria Karamanukian, con preparaciones armenias, y Juliana Juárez, jefa de panadería de Atelier Fuerza.
    IG: @ronda.pastelera
  • An-Do, camino del an. Junto a otras tres ex becarias de wagashi dan clases en instituciones japonesas para difundir las distintas formas de esta pastelería. “Hay mucha gente de la colectividad de mi edad que no sabe preparar los dulces tradicionales”.
  • Encuentro de Matcha y wagashi. Con Malena Higashi, autora de El viento entre los pinos, dan charlas sobre sus vivencias en Japón, la ceremonia del té y convidan pasteles.
    IG: @ekekochi