Ciertos vinos blancos no funcionan sólo como apaciguadores de la sed estival: también pueden acompañar las intimidades de los meses fríos. Desde un chucrut garnie hasta buenos quesos azules. Dorados, complejos y brillantes iluminan las nieblas y el spleen invernales.

Afuera es noche y llueve tanto. No importa, a algunos platos invernales no les va la arremetida de tintos opulentos. Un ejemplo vintage: la histórica fondue de queso siempre se acompaña con algún blanco con algo de cuerpo, como un Traminer o un Riesling. Tanto Riesling como Traminer o Gewürztraminer, junto a un Chardonnay algo complejo con sutilezas ínfimas de roble, son perfectos para las gastronomías del frío, como un vero chucrut garnie como lo sirven en Lipp‘s. Es cierto, hay pocos Riesling patrios: Luigi Bosca, Doña Paula, Humberto Canale, y el de la bodega marplatense de Trapiche, Costa y Pampa. Todos poseen aromas profundos y raros, con esa calidad mineral en su sabor y una equilibrada acidez. Largos, larguísimos. El Riesling es un blanco raro, de cuerpo potente que establece armonías perfectas tanto con ostras, pescados marinados como con platos salseados y cortes de cerdo. Otros alsacianos de origen: el Gewürztraminer que elabora Mariano Di Paola para La Rural, un varietal complejo, con fugaz paso por roble, también perfecto para platos de cerdo y gastronomía del sudeste asiático. Hasta el estival Torrontés puede calmar los fuegos de un locro o de una carbonada, platos del frío. Refrescan incendios. Y ni hablar del versátil Viognier, un blanco que introdujo Pescarmona en Argentina hace ya muchos años. Nada trémulo.

Las ostras son inefables compañeras del invierno, simplemente no se sirven ostras en verano en Francia. Para esos seres temblorosos, que se estremecen ante las gotas de limón o esa punzante vinagreta con echalotes y estragón, nada mejor que un Chardonnay del estilo de Atamisque, fresco y austero nada invasor. Y ni hablar de White Bone, caro, raro y tenso. Una flecha que apunta al corazón (y al bolsillo). Nada que ver con esos Chardonnay que dejan un desagradable recuerdo de placard nuevo en el paladar, o los que son dulces por una sobre maduración de las uvas, plus el roble.

Definitivamente, un blanco fermentado en barrica, con un leve paso por roble, o aunque no haya sido tan fugaz, con la madera bien integrada en la estructura del vino, puede acompañar muchos platos, no sólo del mar o del río. Las mollejas doradas y crocantes, por ejemplo, los chinchulines de cordero como los sirven en Don Julio, algunos platos de cerdo y gastronomías orientales fogaratosas.

Más varietales que pueden funcionar en estos casos y que aconsejo ensayar: Semillón, ese que alguna vez fuera ninguneado. Recomiendo los de Finca La Anita, Humberto Canale, Tomero, Mendel. O el que acabo de conocer: elaborado por Laureano Gómez en su bodega familiar con una nada de Sauvignon Blanc, que recuerda a los vinos de Graves, los blancos bordaleses. Para Emilio Garip es el mejor blanco argentino. Lo sirvió con polenta blanca frita e hígado de ternera encebollado.

Blanchard & Lurton Grand Vin 2014 es un blend recién presentado de Tocai, Viognier, Pinot Gris y Chardonnay, le va a los nuevos chupes de La Mar. Tan complejos como el vino. Otro blend para días neblinosos y platos etéreos: Gala 3 de Luigi Bosca –Viognier, Chardonnay y Riesling–.

Deslumbrantes. Los blancos de corte como los nombrados y el Finca Blanco –Chardonnay, Semillón– de Finca La Anita, también pueden añejar con gloria. Busquen viejas añadas. Estas variedades garantizan una buena vejez, al vino y a uno. ◉