Raquel y Mariana Tejerina le ponen cuerpo y alma a su restaurante Catalino. Una casa antigua en Colegiales, con techos de bovedilla, luz íntima, sillones cómodos y jardín melancólico desde donde se ve una parrilla y un horno de barro. Un refugio donde manda la buena comida y toda la calidez del mundo (incluso en este mundo).

Las dos hermanas tenían una idea fija: lograr un lugar a la medida de sus chifladuras. Un sitio donde se pudiera tender un puente con los productores, siempre agroecológicos, siempre a través del comercio justo. Llegar al punto cero del desperdicio de alimentos, a la sostenibilidad y la selección a rajatabla de productos de estación, cuando están en su esplendor y a un precio menos cruel. Esos mandamientos no se negocian: su carta cambia cada 15 días y se nutre de lo mejor de cada casa. Maíces del NOA que les provee Juanis, de Bioconexión. Lácteos orgánicos de La Choza, brotes de Tres Arroyos, aceites de Naturaleza Viva, verduras de La Anunciación, quesos de Hermanos Toscanos, entre otras materias primas sin agroquímicos ni conservantes. Libres de cualquier cosa que pervierta su esencia, degrade sus nutrientes y les reste sabor. En Catalino todo sabe a lo que dice ser, con una intensidad que la industria alimentaria nos obliga a olvidar y que Raquel –en el salón– y Mariana –en la cocina– recuperan para la memoria del paladar. Multiplicidad de sabores combinados con gracia y acierto en cada plato. De todos, me quedo con la terrina de cerdo, moras blancas de Salta y yogur servida sobre una tostada. El pincho de chorizo con salsa romesco y brotes de mizuna. Un súper sabroso consomé de azafrán con vieiras, cornalitos, langostinos. El asado de carne de pastura y ensalada rusa (lleva vegetales baby y mayonesa casera, cualquier parecido con la triste ensalada rusa de siempre es pura coincidencia).
La comida de Catalino revela detalles amorosos. Nada está puesto porque sí. Mariana no es una improvisada. Trabajó con Sebastian Fouillade y con Isidoro Dillon, fue jefa de cocina de Antonio Soriano en Astor y asistió a la escuela más cercana: su madre ucraniana le enseñó los secretos de los fuegos. Desde chica aprendió las bases y los rituales de la buena mesa, jamás asociada a la sofisticación sino a la verdad de los alimentos. Eso que las dos hermanas sintetizan como cocina sincera y se prolonga en la secuencia de comidas acompañadas por esos gloriosos panes de masa madre que les prepara Francisco Seubet Alsó y las bebidas seleccionadas por la sommelier Lucía Bulacio. Olvídense de las gaseosas (¡bingo!), sólo tintos y blancos; cerveza; sidra Pulku de manzana, pera o cassis; aguas saborizadas o a la patagónica Alun-co.
Los postres están a la altura de los platos salados. Cosa seria es la crème brûlée con jengibre, chips de topinambur y azúcar integral. Dulzor que no empalaga, texturas que se amigan en la boca. ¿El último gustazo que me llevo del restaurante?: café de Uchubamba, Perú.
Catalino convence de que comer rico y saludable, a un precio humano y a años luz de cualquier pretensión tilinga, es posible en la ciudad de la furia.
Reservas: por mensaje privado en Facebook @catalinorestaurant o al 15-6384-6461.
catalinorestaurant@gmail.com Abierto jueves, viernes y sábados por la noche.