Hay mozos de todo tipo. Eficientes, discretos, pegajosos como chicle, evitadores profesionales. Cabito cuenta su experiencia como comensal y la necesidad de un vínculo de cierta complicidad entre cliente y camarero para llegar a buen puerto. Y a buen plato. 

Comer en un restaurante puede convertirse en un paseo por el cielo o una temporada en el infierno, ese lugar tenebroso donde el cristianismo dice que van a parar las almas de los muertos que se portaron mal mientras estaban vivos. Un espacio parecido a la fosa del Tártaro en el Inframundo de los griegos en el que reinaba Hades.

A veces, el mozo, como un Hades moderno, me conduce al infierno tan temido, y otras, como Afrodita, me invita al Olimpo. En cualquier caso, el camarero se presenta poderoso como un dios. Es la cara de un restaurante, el intermediario entre nuestros deseos gastronómicos y la cocina. El gerente y el cadete en una sola persona. Si es bueno, puede hacer que yo le perdone la vida a un cocinero mediocre que prepara un plato ídem; y si es de terror, puede lograr que un manjar con sabor a beso de reencuentro en un andén, me sepa a choripán con dulce de leche y mayonesa.

Me tocaron en suerte mozos de todo tipo: discretos, soberbios, pegajosos como engrudo, evitadores profesionales. Algunos clientes los prefieren experimentados, de oficio y otros se inclinan por los más jóvenes, a los que, en general, yo percibo como más abiertos e inclusivos. Me gusta ese servicio descontracturado, canchero. Pero attenti, también de lotería. Porque la suerte es loca y lo que te toca te toca. Si el mozo joven no es precisamente Funes el memorioso y tampoco anota tu pedido –por ejemplo, un simple bife de chorizo con papas fritas y ensalada– seguramente te lleguen a la mesa unos fideos a la bolognesa. Me pasó. Un desliz.

Como el del camarero despistado al que le escuché recomendarle a una señora el tiradito de maracuyá que tanto le había gustado la última vez que vino con su marido. Error. Resulta que a la que le había gustado el pescadito con leche de tigre era a la secretaria del señor.

En la vereda de enfrente está el mozo de oficio, las nieves del tiempo en su sien. Serio, hace el comentario justo, puede recordar cada uno de los platos, sabe lo que sirve, registra los puntos de cocción y las guarniciones que piden en una mesa de 8 personas. La contra: tiene las mañas de un medio campista del ascenso a un año de retirarse. Va a usar los codos, alfileres y hasta el bidón de Bilardo con tal de ganar el partido. Nada de andar haciéndote el difícil y pedir muchos cambios en los platos. 

–Yo quiero los canelones pero en lugar de la salsa que trae, quiero la que viene con los ravioles, pero le agregaría un… 

¿Estás loco? Es preferible abrazarte al cachorrito de una Rottwailer que está amamantando antes que bancarte la cara del señor al escuchar tu pedido. Tenés más chances de comprar una ensalada de peras y queso azul en un puestito de la cancha de Almirante Brown a que el mozo atienda tus caprichos.

Pregunto: ¿vieron que casi no existen las mujeres camareras de oficio? En esta época de revisión de género, habrá que pensar también en este tema. No sucede lo mismo con las sommeliers, hay muchas y muy buenas, como la multi premiada Paz Levinson.
Como comensal disfruté o padecí tantos estilos de camarero. Jóvenes y mayores; con buena o mala onda: profesionales o amateurs; de oficio o aspirantes a novela de Polka. Los peores: esos que tienen la facultad de volver invisible al comensal. En determinado momento de la noche, para ellos sos transparente. A vos te parece que el camarero te está mirando, pero no, su mirada está 8 grados corrida a la derecha o a la izquierda de tu mesa.

Podés hacer muecas como si jugaras al truco y tuvieras todas las cartas o levantar la mano como en el colegio cuando sospechabas que ésa iba a ser la única respuesta que sabías esa mañana. Hagas lo que hagas, el mozo o la moza te va a ningunear. Tal vez exista una leyenda milenaria en la que creen algunos camareros. Una que diga que cuando la luna se refleja sobre el agua en el equinoccio de primavera, los comensales se vuelven medusas y, si los mozos miran a los ojos, automáticamente se convierten en piedra.

Como atenuante, es bueno aclarar que mientras uno está disfrutando, ellos están haciendo su trabajo, un laburo nada fácil y muy cansador. No descansan ni los fines de semana ni los feriados. No hay tu tía ni en las fiestas ni en sus cumpleaños. Están miles de horas parados y además se aguantan las quejas, los pedidos urgentes, el maltrato, las exigencias y los aires de grandeza de nosotros, los clientes. Lo digo porque nobleza obliga y sobre todo, porque una mala experiencia con un mozo no me va a impedir seguir yendo a comer. Y de última, si en el plato viene pollo en lugar de conejo, sepan que prefiero el muslo. ◉