

Con la segunda ola, el Gobierno anunció medidas para los gastronómicos que provocaron una avalancha de opiniones encontradas. Salir a comer más temprano sonó a debacle en los oídos de algunos que llamaron a “resistir”, en nombre de una libertad reducida al capricho.
rimero fue el asombro. La boca abierta. Después, el respiro, el parate que sonaba a pasaporte a la sensatez, porque íbamos a ser menos productivos, más reflexivos, menos ombliguistas, más solidarios. Porque de esta saldríamos mejores. Porque la pandemia nos iba a enseñar algo. Cosas. Las oportunidades de la crisis.
Hubo un tiempo en que creíamos que la tormenta del siglo nos encontraría en un mismo barco, pertrechados y unidos. Y ay, la ilusión que nos provocaba esa ilusión.
Vivo en Buenos Aires y siempre la quise así, insomne, soberbia, exagerada. Un territorio para patear, consumir cultura, comida, delirio. La capital donde caben todas las mesas y todas las dudas. Amo mi ciudad y la padezco. Buenos Aires me mata de amor, de contradicciones y humedad, pero lo que de verdad me liquida es la pretensión gourmet (¡inventemos ya otra palabra!) y la insoportable levedad del ser periodista de un rubro que perdió y encontró su norte muchas veces desde que el virus empezó a girar por el planeta.
Escribo sobre gastronomía, ya no me acuerdo cuándo empecé, pero el oficio no impide que en esta época me cueste apuntarle al foco. Decidir qué contar, cómo contarlo y desde dónde mirar una escena gastronómica que en el último año cambió de guión y de decorado. Un tiempo tormentoso que impacta en el corazón de nuestros fogones y hace que todavía nos movamos como bola sin manija, adaptándonos a otras reglas de juego mucho antes de entenderlas.
La verdadera debacle, la peor pandemia: la estupidez. Y esa venía en el combo planetario mucho antes del COVID.*
Fueron meses de vértigo. Vi cómo cambiábamos la compra en el supermercado por el contacto directo con el productor. Vi locales que se lanzaban a la aventura del delivery mientras otros sumaban carnicería, verdulería o delis a su negocio. Vi cómo pasábamos de cocinar en casa con frenesí, al frenesí de garantizarnos mesa en los restaurantes que estrenaban formatos y propuestas más modestas y reabrían en modo vereda.
Vi pizzerías multiplicándose más que los panes y dark kitchen copando algunas paradas. Probé cócteles envasados. Me morí de gusto con el boom de las taquerías, de la cocina coreana, de las pastelerías. Me entusiasmó el soplo de aire fresco sacudiendo el moho de la cocina “de alto vuelo”. La creatividad de supervivencia. La revalorización del comercio de barrio y del espacio público y esa alegría de pibes haciendo picnic en la plaza. Aplaudí la actitud más cuidadosa de los dueños de bares y restaurantes. Bueno, de algunos. Pero no queda duda de que acá hay gastronómicos honestos capaces de ponerle el pecho a la debacle con talento y compromiso.
¿Y ahora? La cocina, igual que la vida, se convirtió en una sucesión de finales abiertos. La segunda ola de este tsunami arrasa y se anunciaron medidas de cuidado que provocaron una avalancha de opiniones encontradas. Hay quienes ponen el grito en el cielo porque toca restricción horaria y tenemos que respetar turnos en los restaurantes y acostumbrarnos a salir a comer más temprano. ¿Se viene la debacle? ¿Será que estas pautas pensadas para disminuir la circulación nocturna van a barrer con el delicado equilibrio que supimos conseguir? ¿En cuánto perjudican al gastronómico? ¿Y a los comensales? Increíblemente, aunque a la mayoría de los dueños de restaurantes la medida le parece razonable, varios personajes de distintos rubros ya advirtieron que van a “resistir” este cambio de hábitos. A hacer oídos sordos a lo que la mayoría de los gastronómicos en nombre de una libertad de cotillón reducida al capricho.
Otra vez el foco. Qué contar. Cómo y desde dónde. Entonces zafo de la reseña que me quedó colgada en la compu porque la cabeza se me llena de gente y de preguntas y pienso si en este rincón yoico la peste nos empujará a pensarnos como comunidad o nos dejará atrapados en el espejo. Si dejaremos de violar normas desde nuestro ombligo de clase y de pensar la cena tempranera como tragedia shakesperiana. Si lograremos ver más allá del plato y de nuestro horizonte mínimo.
Buenos Aires me mata de amor, de contradicciones y humedad. Lo que de verdad me liquida es la estupidez.
María