Publicado por | Ilustraciones de Federico Porfiri | Jul 5, 2020 | |

¿Por qué es importante saber cómo y quién produce nuestros alimentos? ¿Qué importancia tiene comer productos de estación, agroecológicos y que no viajen una eternidad hasta llegar a nuestra mesa? Todas las respuestas conducen a la Soberanía Alimentaria. O el camino hacia una mesa en la que comamos sano, seguro, soberano. Y en la que quepamos todos.

uede que una frase como “los sabores de la tierra” suene a lugar común. A folleto comercial, uno de esos papeles que se entregan por la calle para promocionar un lugar de empanadas o de carnes a la parrilla. Sin embargo, la frase no miente: la tierra (cada tierra, cada terruño, cada lugar en el mundo) tiene un sabor propio y reconocible aun cuando haga ya rato que no lo probamos. Hay en esa particular ecuación de minerales, agua y materia orgánica no sólo una nota única, sino también un universo posible. Ese mundo escondido de colores, sabores y sorpresas es lo que se despliega en cada cocina local. Desde las formas de los recipientes hasta los productos utilizados hablan de un sitio y su gente, de una cultura y una historia precisa.

La cocina de la Puna, sin ir más lejos, es lo que es por el charqui y el maíz amarillo, por la oca y por la quinoa, por cómo cada uno de esos productos cuenta de dónde viene. Todos ellos hablan en su idioma terroso del sol, de los salares, de los secretos que siguen latiendo en cada huerta: papas violetas, coloradas, azules, de un rosa nunca visto. Es precisamente de esa trama que enlaza geografía con producto y cocina con comunidad que se desprende un concepto que –siendo político- es también profundamente antropológico porque está ligado a una de las acciones que nos hacen humanos: producir y cocinar nuestra comida.

Hablamos de una expresión que por estos días ha vuelto a resonar con fuerza, aunque tenga ya más de dos décadas. Hablamos de Soberanía Alimentaria, una frase que encierra –como todo plato– mucho más de lo que vemos a primera vista. “Entendemos por Soberanía Alimentaria a un paradigma antitético y superador de lo que llamamos modelo agroindustrial dominante, que es el de los agronegocios destinados a la exportación de unos pocos commodities producidos a partir de un modelo tecnológico de transgénicos, agrotóxicos y fertilizantes sintéticos. Hablamos del 80% de la superficie cultivada dedicada a los transgénicos (no sólo la soja sino también el maíz y el algodón) y que se exporta casi en su totalidad. El 98% de la soja, por caso, se exporta a China y a la Unión Europea. Frente a esto, la Soberanía Alimentaria entiende que hay otra forma de producir alimentos, en armonía con la naturaleza de la que somos parte, y esa forma es la agroecología”, explica Marcos Filardi, abogado, creador del Museo del Hambre y parte de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria (CALISA) de la UBA, de la que Miryam Gorban es coordinadora.

La Agroecología podría alimentar adecuadamente no solo a nuestro país sino que también ofrecería la posibilidad de compartir excedentes de alimentos sanos, seguros y soberanos con otros pueblos”, explica el abogado Marcos Filardi.

Para Raquel Tejerina, al frente, junto con su hermana Mariana, del restaurante Catalino, comer soberano es por sobre todas las cosas “conocer qué es, de dónde viene y cómo se produjo eso que está en tu plato. Por eso la nuestra es una cocina no sólo de producto sino de productores: al pie de cada plato aparece el nombre de quien produjo esa zanahoria o ese romanesco que te vas a comer. También por eso es una cocina de estacionalidad: porque respeta los ciclos de la tierra, tan ignorados”, explica.

 

Mucho más que sabores

Pero, ¿cómo fue que empezó todo? ¿Cuándo fue que la Soberanía Alimentaria comenzó a importar? Digamos por lo pronto que en 1996, una licenciada en Nutrición llamada Miryam Gorban participó de la Cumbre Mundial de la Alimentación en Roma y volvió encendida de ideas y de ganas. Y enamorada para siempre de un concepto que fue desde entonces su bandera. “Ya sabemos que comer soberanamente es la mejor manera de mantener la salud, porque como decía Hipócrates hace dos mil quinientos años, la idea es que nuestro alimento sea nuestra medicina. Hoy tenemos, según las últimas encuestas nutricionales de Argentina, a más de la mitad de los chicos en edad escolar con problemas de sobrepeso y obesidad (figuramos entre los primeros puestos del ranking de obesidad de la región). Y también afectados por enfermedades no transmisibles de los adultos, en los que se observa un incremento de cáncer, enfermedades cerebrovasculares y cardiovasculares, hipertensión, diabetes tipo II, trastornos del sistema endocrino, trastornos neurodegenerativos, enfermedades respiratorias, enfermedades de la piel, enfermedades oculares, trastornos de fertilidad, abortos espontáneos, malformaciones, entre otros padecimientos  asociados a los venenos y a los objetos comestibles ultraprocesados . Y todo, ¿por qué? Por la dieta inadecuada que llevan”, alerta Gorban.

Ironía de ironías, el año en el que ella regresaba de Roma a Buenos Aires con la bandera de la Soberanía Alimentaria, desembarcaba también en Argentina la primera de una serie de semillas genéticamente modificadas que hoy ya son 60 más: la soja transgénica o RR1. ¿Por qué RR? Porque es la sigla de Round Up Ready o –en criollo básico– “lista para el Round Up”.

Traducción: una semilla diseñada para recibir a repetición descargas del agroquímico creado por la firma Monsanto –dueña también de esa semilla “a prueba de todo”– y que terminó por convertir al campo argentino en una sucesión de campos de soja. Adonde antes había trigo, maíz o pasturas, pronto brilló el verde radioactivo de esta planta nacida en un laboratorio. El resto ya es historia y millones: millones de dólares consolidando un modelo agroexportador en el que 57 de las 61 semillas transgénicas aprobadas hoy en el país son resistentes a uno, dos y hasta cuatro venenos, millones de hectáreas de bosque nativo destruido para “pampeanizar” de norte a sur y seguir sembrando commodities, millones de litros de agroquímicos (más de 525 por año) lloviendo sobre los cultivos y presentes en cada comida, en cada plato. Cuatro veces al día, una dosis de eso que la periodista francesa Marie Monique Robin bien dio en llamar “nuestro veneno cotidiano”.

Actualmente, hay en el país más de 17 millones y medio de hectáreas sembradas con soja transgénica y recibiendo un complejo de agrovenenos cada vez más sofisticado y peligroso. Según datos de Argenbio, el Concejo Argentino para la Investigación y el Desarrollo de la Biotecnología, “incluso hay varios cultivos transgénicos que combinan la tolerancia a herbicidas y la resistencia a insectos. Con alrededor de 24 millones de hectáreas sembradas, que representan el 12-13% de la superficie global de transgénicos, Argentina está posicionada como el tercer productor mundial de cultivos GM, después de Estados Unidos y Brasil”.

Pero cuando todo esto empezó en Argentina, de la mano de Miryam Gorban y otros pocos, la resistencia también lo hizo. ¿La idea? Producir alimentos sanos, seguros y soberanos para  ponerlos al alcance de toda la población. Comer sin venenos, respetando los tiempos naturales, maximizando la diversidad de lo que da la tierra y pensando en la comida más allá del lucro. Sobre todo, porque para ese entonces la santísima trinidad de la mala alimentación (grasa, sal y azúcar, combinadas en mil formas y asociadas a conservantes, saborizantes, colorantes y aditivos varios) ya reemplazaba a la comida real en las mesas.  De allí también uno de los neologismos acuñados por Gorban: ocni, que suena a “ovni” porque es también otra entidad venida de algún lado que nada tiene que ver con el planeta Tierra. “Un ocni es un Objeto Comestible No Identificado”, define.

Ocnis son entonces la mayoría de los productos que saturan las góndolas de los supermercados, los coloridos pseudo alimentos que supimos conseguir a fuerza de haber permitido alguna vez que fueran las empresas (en realidad, no más de diez conglomerados alrededor del mundo) las que decidieran por nosotros qué habría en nuestros platos y heladeras. Precisamente por eso, y desde hace ya algún tiempo, en todo el mundo y también en Argentina la conciencia sobre este otro modo de comer llegó para quedarse.

En el contexto de la pandemia y del aislamiento social preventivo y obligatorio (ASPO) muchos comenzaron a utilizar por primera vez la expresión “comercio de cercanía”. La situación actual ofrece también una buena oportunidad para repensar nuestros consumos cotidianos. ¿Qué comemos y por qué? ¿De dónde viene eso que les damos de comer a nuestros hijos? ¿Quién lo produjo, en dónde y cómo? ¿Con qué parte del precio final se quedó el productor?

“Comer soberano es conocer qué es, de dónde viene y cómo se produjo eso que está en tu plato. Por eso la nuestra es una cocina no sólo de producto sino de productores»,
dice Raquel Tejerina, del restaurante Catalino.

Cada vez más gente accede a esa clase de información, y cuando descubre las horripilantes condiciones en las que un determinado alimento fue producido, los cambios no tardan en llegar. El desplome del consumo de carne en Argentina y el surgimiento de los mercados agroecológicos se integran en una demanda que parecería comenzar a traducirse en acciones y medidas concretas. ¿Tres ejemplos de esto? La creación en marzo de este año de la Dirección Nacional de Agroecología –a cargo del ingeniero agrónomo Eduardo Cerdá, promotor de la agroecología desde su experiencia en el campo La Primavera, de Benito Juárez–, la integración al Mercado Central de Nahuel Levaggi (de la Unión de Trabajadoras y Trabajadores de la Tierra, UTT) y la posible nacionalización de la empresa Vicentin hablan de un potencial cambio en marcha. “Hay que tener en cuenta que si el Estado toma el control de Vicentin vamos a volver público el sistema de producción de dos elementos clave: el aceite y la harina. Hoy ese sistema de producción está volcado a la molienda y el prensado de porotos de soja pero, ¿qué pasaría si en esas mismas instalaciones se moliera trigo y se procesara girasol? Automáticamente la harina para el pan y el aceite que llegan a la mesa de todos los argentinos se volverían mucho más accesibles”, se ilusiona la nutricionista Gorban. Quién sabe. Tal vez las 86.000 hectáreas actuales de producción agroecológica –y eso es solo de lo que está nucleado en la Red Nacional de Municipios y Comunidades que fomentan la Agroecología (RENAMA)– sean apenas el comienzo de un cambio imparable.

Desalambrando mesas y cabezas

“Campos adictos”: así es como caracteriza a los campos argentinos de agricultura extensiva (esos en los que se planta y cosecha a repetición semillas transgénicas y su paquete asociado de venenos y fertilizantes) el actual director de la Dirección Nacional de Agroecología. Y “adictos” los llama justamente porque se trata de tierras cuyos ciclos biológicos naturales han sufrido el impacto combinado de venenos y de fertilizantes sintéticos. La historia ya la conocemos casi de memoria: en el antiguo país de los campos de trigo reinan hoy la soja tolerante a agroquímicos y maíces también salidos de un laboratorio. Es por eso también que desde hace tiempo la palabra mágica es “biodiversidad”, porque es precisamente en la variedad y complementariedad de cultivos en donde la tierra recupera su poder genésico. Lo sabían los antiguos y lo cifraron en el ritual de la Pacha Mama: a la tierra hay que darle de comer, pero –luego de eso– también hay que ir rotando las plantaciones para que lo que se sacó regrese, y lo que abunda se aproveche en su justo momento.

De la misma manera, décadas de alimento vuelto mercadería, “ocnis” en nuestras mesas y heladeras y disponibilidad artificial de frutas y verduras a lo largo de todo el año nos han hecho perder de vista otra cuestión clave: la “estacionalidad”.

Cada momento del año tiene sus legumbres, sus hortalizas, sus semillas, sus frutas. ¿Cómo no va a resultar cara una frutilla fuera de estación? ¿Cómo no va a costar más un producto traído de una huerta a cientos de kilómetros? Es por eso que a la hora de pensar en Soberanía Alimentaria debemos pensar también en leyes que garanticen el acceso a la tierra para los pequeños productores, así como en circuitos de producción y consumo no sólo más reales sino también menos intermediados.

Cocina adentro, sostiene Tejerina, también hay muchas batallas por dar. Entre ellas, la de los egos. “En Catalino, primero viene el producto, después el producto y recién al final el chef. Acá la estrella es el alimento y por eso también se lo interviene lo menos posible. Es el sabor de los vegetales el que debe brillar, y el que a menudo impacta porque hace años que no comemos un tomate con gusto a tomate“, destaca. “Por eso es importante saber más de cómo se produce cada cosa, a qué procesos fue sometido lo que comemos y cuán justo fue ese proceso. Eso es comer soberano”.  

Será que la mesa con la que algunos todavía nos permitimos soñar –una redonda, en la que comamos todos y de todo, una que hable de circularidad, reciprocidad y redes– está hecha así: desde el pie y de a gestos. Hoy alguien elige consumir una espinaca agroecológica, puede que un poco cachuza pero sin veneno; mañana, otro decide cocinar y usar para eso lo que hay en el invierno, de la raíz a la hoja, porque la comida soberana es también sin desperdicio. Y resulta que de a poco la movida crece, logra tener eco en organizaciones sociales, empuja políticas públicas que le den marco y la amplifiquen. Y entonces el círculo se cierra y la mesa redonda –la sabia, la que alguna vez tuvimos y perdimos a manos de “la mano invisible” que sí se puede ver– deja de ser quimera y se vuelve horizonte. Allá vamos.