Nuestro sentido más primario es también el más olvidado. Aunque inseparable del gusto, reservamos la nariz básicamente para el terreno del vino, del té, del café. ¿Qué perdimos en el camino de la modernidad gastronómica?

Publicado por  | Feb 12, 2022 |  |     

nos panes Felipe blanquitos y sin costra descansan en un estante de la panadería del pueblo. A medio metro, tres tristes pebetes languidecen y delatan el ahogo de una miga sin aire. El panorama desalienta como campo yermo, pero decido comprar medio kilo de “pan”, así, en general, porque en este rincón de la costa Atlántica los panes, además del aroma, la textura y el sabor también perdieron el nombre.

Cuando llego a la casa que alquilé en estas mini vacaciones –una construcción escondida en el bosque, a salvo de ruidos y custodiada por pájaros–, abro la bolsa de plástico y huelo su interior. Nada. El aroma está ausente igual que en el local donde lo había comprado y que en todas las panaderías de la zona. Dejo mi bolsa inodora y salgo al jardín: hay lavandas, jazmines, eucaliptos y un par de pinos de los que cuelga una hamaca paraguaya. Todo huele, salvo el pan. Entonces caigo en la cuenta de que junto con los kilómetros de urbanización y estrés, de Buenos Aires me separa sobre todo un olor.

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En su libro Odorama, Federico Kukso dice que los olores son máquinas del tiempo que nos llevan a épocas remotas sin pagar peaje, y entonces yo pienso en mi infancia, pero también en las ciudades y el perfume de las calles y los mercados que visité. Si tuviera que identificar aromas porteños, el primero de la lista sería el de las panaderías.
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El mundo en una nariz

El olfato, eso que nos sacude, nos sopapea  o embriaga, que nos da señales de peligro o signos de estatus, es nuestro sentido más primario. No nacemos viendo ni tocando, sino oliendo: el mundo es en principio un aroma o un mar de aromas en el que los seres humanos navegamos como a bordo de un barco invisible. La ciencia descubrió que podemos detectar hasta un billón de olores distintos, aunque no sepamos cómo nombrarlos y que por esas cosas de la civilización el olfato sea el sentido más olvidado. El punto es que la modernidad nos quiere homogéneos, parejitos, menos diversos. Oliendo y comiendo parecido: la comida es parte de este engranaje global que todo lo vuelve uniforme.

Hace 28 años, cuando recién arrancaba en este oficio, los periodistas gastronómicos de Argentina nos formábamos imitando a los maestros. ¿Las consignas a seguir? Comer de lo bueno y de lo malo. Viajar todo lo que se pudiera. Leer y nutrir nuestra biblioteca. Conocer la historia de la gastronomía y las técnicas de cocina. Cocinar. Y oler. Oler los pasillos de los mercados, el aroma de las frutas en Palo Quemao, Bogotá; del comino en el zoco de Fez; las hierbas en el Vero peso de Belem, los pescados del mercado modernista de Valencia. Olíamos los productos que más tarde iban a convertirse en platos. Y con ellos, la atmósfera particular de un tiempo, el perfume de un lugar.

Ahora, en la sociedad del exhibicionismo, del marketing multisensorial, de las aperturas seriales, las reseñas en serie y las redes que nos enredan, el olfato hace mutis por el foro o queda reservado más que nada al mundo del té, del café, del vino. Agitamos la copa de tintos y blancos y hundimos nuestra nariz para identificar flores, frutas, hierbas, especias o madera, descriptores obvios o menos evidentes. Refrescamos la memoria olfativa husmeando en las capas aromáticas como buzo en el océano, no por capricho sino por principio de placer. Al margen de cualquier esnobeada, eso que Miguel Brascó llamaba “los bobetas del vino”, hay algo fuera de discusión: sentir más –saber más– garantiza un mayor disfrute.

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En este siglo de dictadura visual, a menos que se trate de podredumbres nobles, fermentos, vahos extremos como los del kimchi o los de los quesos olorosos, la comida  nos entra más que nunca por los ojos, y eso aplica tanto para la llamada “alta cocina” –cada vez me queda más incómodo el título–, como para las mesas de bodegón, de milanga con  fritas o de pizza argenta chorreando queso que chorrea más si es en Instagram, un universo donde todo se ve, incluso se escucha, pero no se toca y mucho menos se huele.
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El olor desierto

Hace un tiempo, en plena pandemia –la época en la que sumábamos terrores– uno de los miedos que me asaltaba cada tanto, como un fantasma nocturno, era perder el olfato, la dimensión odorífera y silenciosa que nos conecta con lo otro y los otros a través de un puente sin estructura. Los olores, igual que los sabores, llevan y traen información y se complementan tanto que llegan a fusionarse. Olfato y gusto son un solo sentido cuyo laboratorio es la boca y su chimenea la nariz, sentencia Jean Anthelme Brillat Savarin en su libro Fisiología del Gusto.

Lo cierto es que, como si fuera un asunto menor y disociado de la gastronomía, renunciamos a nuestra capacidad de anticipar en la nariz lo que después sucederá en la boca. Es un hecho: en nuestras crónicas, los periodistas del rubro reparamos cada vez menos en detalles fragantes, incluso desagradables, como el del oliva atrojado o el del aceite de trufas trucho, un químico perverso que funciona como trompada en la nariz.

Ni hablar de poner el ojo –o las fosas nasales– sobre lo que pasa en algunos restaurantes de moda –los palermitanos a la cabeza– donde la mezcolanza de olores delata la carencia de una buena extracción y resulta que mientras estás saboreando el helado de pistacho te asaltan tufos a ojo de bife. La cena no puede terminar bien si en tu nariz y en el aire el postre se confunde con el principal.

También hay un olfato periodístico que  puede conducirnos hacia nuevas zonas, nuevos relatos, otros mundos fuera del virtual. Atajos que permiten respirar y recuperar perfumes y sabores, trascender las fronteras de esta realidad pasteurizada. O reconocer a qué huele nuestra identidad. De momento, el olor del chori dorándose en la parrilla está a salvo en mi horizonte cercano.