
Tiene 40 años de oficio, una cabeza tan tapizada de rulos como de ideas y una fama ganada en el mundo de la alta gastronomía. Retrospectiva de un chef renacentista que se define como un obrero de la cocina.
Publicado por María De Michelis | Oct 29, 2023 | Protagonistas |
al vez sea el más inclasificable de los cocineros argentinos. Un personaje complejo como el de esos vinos que revelan muchas capas. Está la arista del laburante solitario. La del chef ilustrado. La del eterno estudiante. La del distinto. Darío Gualtieri es un tipo sensible que escucha a Guastavino y relee a García Márquez. Un flaco de melena desobediente, dueño de una vocación que se le metió en el cuerpo hace mucho y para siempre.
Crecí rodeado de música y de buena comida: en mi casa se comía lo que había, sin gaseosa. Los guisos que mi abuela santiagueña preparaba con arroz y trocitos de pollo; la pasta italiana de mi abuelo, el sastre Mingo. Cuando él me llevaba a arreglar trajes y uniformes de los restaurantes y confiterías como El Molino yo me sentaba en una mesa a esperarlo. Entonces los mozos me traían helados enormes o café con leche y medialunas. Me encantaba, cuenta.
Gualtieri comenzó a trabajar en un restaurante a los 14 años. Fue bachero, mozo y planchó manteles, pero su destino era la cocina. Es egresado de The Bue Trainers y L’École Lenôtre de París, miembro de la Academia Bocuse d’Or Argentina y ganador de muchos premios. Hace más de cuatro décadas que abraza el oficio de cocinero. Charlar con él es abrir un documento de época, una colección de postales de una Buenos Aires que ya no existe.
«En los 80 un cocinero era un trabajador. No aparecía en notas publicadas en diarios, en la radio o en la televisión. Era alguien que daba un servicio, que calzaba uniforme y tenía el mismo status que una mucama.»
Obrero con andamios firmes
Cuando empezó, en los 80, un cocinero era un trabajador. Alguien que daba un servicio y calzaba uniforme. Que tenía el mismo status que una mucama y un papel reservado fuera de los escenarios, en bambalinas. Por aquellos años los camareros me decían que yo debía estar en el salón, no manejando ollas, porque tenía buenos modales y todos los dientes (se ríe), pero yo quería estar en los fuegos. Hoy te encontrás con chicos que viajaron a Europa y estudiaron en la universidad. Pibes a los que les encanta ser gastronómicos y mostrarlo. Ahora se festeja ser cocinero. Antes no.
Cuenta y suma otro escalón a su carrera: yo fui el primer pasante en el Plaza Hotel. Tenía mucho pelo –me lo tuve que cortar– y usaba un aro en la oreja. El chef, Pedro Muñoz, un profesional que se había forjado dentro de una hornalla, manejaba todo con una intuición enorme.
En esa cocina criolla, de europeos y argentinos, aprendió a ser un buen obrero. De hecho en Europa existe le meilleur ouvrier de France. Una categoría que aplica al albañil, al plomero, al mâitre…

Darío Gualtieri (izq) junto a Mallmann y el Cholo Rodríguez, 1983.
Fue en el legendario Hippopotamus donde vislumbraron su potencial gastronómico. El Cholo Rodríguez, mi jefe, era un tucumano divino que le decía a mis compañeros “préstenle atención al changuito porque va a terminar siendo nuestro jefe”. Ahí yo hacía de todo, incluso pasaba la aspiradora en el salón. No me lo cuestionaba, era parte del trabajo, dice levantando los hombros.
1 | En La Mansión Hyatt, 1993. 2 | Junto a Ariel Rodríguez Palacios en el Bocuse d´Or, en enero de 1999. 3 | Calisson de pescado en el Bocuse d,Or. 4 | En Suiza, 2017.
Su jefe tenía buen ojo. Con el tiempo, el pibe flacucho y ruludo se convertiría en soldado de Francis Mallmann; obsesivo del buen producto local; chef del Llao Llao y de la Mansión Park Hyatt Hotel; concursante del Bocuse d’Or; creador de Casa Umare y de Darío Gualtieri Bistró; musa inspiradora de Mauro Colagreco; de Víctor Trocchi y de otros talentos argentinos que brillan en Europa.
Fuiste un chef que buscaba romper el molde, un adelantado. ¿Cuál es la vanguardia actual?
–Yo viví la salida de la dictadura militar, cuando el underground era el underground. En los 80 todos me cargaban porque andaba en un Citroën pintado con una bandera francesa, del que me bajaba vestido con pollera y un tapado de piel de mi abuela.
Ahora lo que se presenta como novedad es algo que ya hacíamos hace mucho. En los 90 yo tenía en la carta del Hyatt un faisán con especias y cacao. Y un pescado cubierto de chips de remolacha. A pocos les sorprenderían esos platos hoy, pero en aquel momento era algo inédito.
Tal vez no haya cosa que le fascine más a las personas que hablar de sí mismas, pero hay algo que a Gualtieri lo fascina más: hablar de otras personas habitando una época.
El detalle no paga impuestos
En el jardín de La Malbequería, donde trabaja como asesor gastronómico, su silueta hirsuta, camisa a cuadros, manos en los bolsillos, anteojos, bucles al viento y sonrisa burlona, se recorta contra la pared como la de un personaje de historieta. Una vez visité al Gato Dumas, quería trabajar con él, pero me pidió que volviera más adelante porque todavía era “muy chiquito”. Yo tenía 15 y parecía de 13. Nunca logré mi objetivo, aunque iba a Clark’s a curiosear. La primera vez que vi a un chef usar aceite de oliva fue al Gato. Me acuerdo que preparaba pollo a la mostaza, usaba especias y mientras otros morían por el producto importado, él apuntaba al producto nacional. Su visión era fascinante para mí.
En los 80 me cargaban porque andaba en un Citroën pintado con una bandera francesa del que me bajaba vestido con pollera y un tapado de piel de mi abuela. Me encuentro ahora que lo que se presenta como novedad es algo que ya hacíamos hace mucho.
Con Mallmann tuvo más suerte. Lo conoció cocinando en Hippopotamus y aceptó acompañarlo a dar clases en una peluquería de la calle Pacheco de Melo donde las señoras de Barrio Norte iban a aprender cocina: yo era “el chico que le llevaba las cosas al chef”. Poco después trabajaría en su restaurante de Palermo y terminaría encandilado por esa lumbrera que había viajado y leído mucho, un moderno que tenía otra cabeza y desplegaba otro vocabulario. Francis ya era Mallmann.
Él marcó un antes y un después en nuestra gastronomía, no por virtuosismo culinario sino por concepto y actitud. Tenía mucho charme, se vestía con sus chaquetas de algodón egipcio y salía a hablar con la gente al salón, donde sonaba Edith Piaf. De las cosas que más le valoro es que nunca fue mezquino con los libros de su biblioteca: “llevate lo que quieras mientras lo devuelvas”, me decía.
Otro cantar, otro fogueo vivió Gualtieri en La Différence bajo el ala de un chef suizo que practicaba una cocina de precisión y lo ayudó a pulir técnicas. También a adquirir los modales de la “buena mesa” que todavía conserva.

Jardín Gualtieri Bistró, 2009.
¿Tomaste clases con la condesa Eugenia de Chikoff?
–Ella enseñaba ceremonial y protocolo, te decía cómo tomar la copa, cómo utilizar los cubiertos. Me hacía poner las servilletas debajo de las axilas para que me acostumbrara a no abrir los brazos. Y a sentarme sobre el saco para que no se te arrugue la camisa. Esos gestos todavía me quedan.
Del restaurante La Imprenta y de la mano de Paul Sourou recuerda el rigor, la disciplina pura y dura de los fogones de la vieja escuela, la sangre, el sudor y algunas lágrimas, pero entonces Gualtieri no se lamentaba. Antes se ponía el acento en el valor del trabajo. Hoy hay otra forma de comunicarse. No se le da importancia a los detalles, dice con cierto tono de reproche: para él, igual que para Gustave Flaubert «Dios está en los detalles».
–¿Y estos dibujos, Darío?
–Son míos, tiralos.
Victoria Ferreyra, artista plástica y pareja de Gualtieri, no solo no tiró los dibujos que él había hecho cuando trabajaba en el llao Llao (yo estaba solo, como ausente en el bosque y pintaba sobre papel y telgopor que deformaba con el soplete de la crème brûlée) sino que organizó una exposición, cuenta. La muestra montada en 2021 en la Comuna 1, se llamó “Ausencias, atrevimiento artístico.” Allí Darío acomodó hostias gigantes en un bastidor, las pintó con aerógrafo y tinturas comestibles, y las repartió entre el público, como un sacerdote pagano.
¿Seguís siendo muy detallista?
–Sí. El detalle marca la diferencia y no paga impuestos. Elisabeth Checa –la recordada periodista de vinos– me insistía en que yo era un cocinero barroco, pero yo no soy barroco sino neoclásico. En los 80 el lujo era tener platería, lino para las servilletas, vajilla Limoges numerada, copas Lalit para el champagne. Hoy, del cristal labrado se pasó al de Bohemia o a las copas Riedel. El lujo actual tiene más que ver con el diseño. El barroquismo dio lugar a la síntesis. Vos podés incluir un detalle en una mesa y convertirla en lujosa.
El vientre de un arquitecto
Mi madre y mi tía (pianistas) me obligaban a estudiar música, pero yo quería ser arquitecto, cuenta. De alguna manera la arquitectura se cuela cuando dibuja croquis de sus platos, o cuando le da piedra libre a ciertas locuras, como aquella vez que desarrolló una “acotación del croissant” a partir de un artículo de Suma, una revista que había ganado fama en Buenos Aires y que Gualtieri coleccionaba. En esa publicación dos arquitectos suecos mostraban ejemplos de construcciones edificadas como un croissant, con una parte central triangular que después iba segmentándose. Ferran Adrià hacía deconstrucción y yo hacía constructivismo (se ríe). Un día di una clase totalmente basada en este tema, yo le aclaraba al público que no iba a enseñarle una receta de croissant sino a compartir un ensayo. Podía salir mal…
¿Cuál es la arquitectura de tu cocina hoy?
–En Amarra, por ejemplo (el ciclo de pop ups que armó Pedro Bargero en el espacio donde funcionara Chila), preparé un ojo de bife a la sartén, saignant y sin madurar: quería representar el gusto nuestro de la carne, que no necesita maduración. Era el ojo de bife con ajo ecrassé y sal en escamas. Nada más. La otra simpleza: una salsa que era la síntesis del guiso de lentejas, pero en lugar de caldo de vegetales había utilizado un fondo de carne al que había cocinado muchas horas y pasado infinidad de veces por una cofia para que su textura quedara bien lisa. Este plato tenía como guarnición una hoja de pack choi y salía con un bol donde colocaba la salsa. Al lado, un pancito de brioche para ensoparla.
Un concepto bien francés
–Sí, pero con el detalle de la acelga china que aportaba amargor, contrastes. Y ¿sabés qué? descubrí que los cocineros jóvenes estaban atentos y querían saber todo porque no habían visto esa forma de cocinar que para ellos no era común.
1 | Bargero, Gualtieri y Galende en un episodio único.
2 | Pulpo – Espinaca – Manzanilla, AMARRA 2023.
“Vino el abuelo y trajo una técnica que no conocíamos.” Ahí sentí que ellos se habían salteado un paso. Que se habían almorzado la cena. Esto tiene que ver con muchas cosas, una de ellas, el furor de los pasantes: en el 2000 por un cocinero había siete. Eso pasó acá y con los chefs españoles famosos que saturaron sus cocinas de pasantes. Fue abusivo y provocó que se cortara esa enseñanza in situ, aprender de alguien mayor, con experiencia.
Siguiendo esa lógica. ¿Qué chefs argentinos pensás que no se saltearon etapas y aprendieron bien?
–Fernando Mayoral, un chef con una sensibilidad poco común. Igual que Guido Tassi, investigador a full, Guido no te va a poner en un plato un girasol en aceite sino la raíz del girasol. Alejandro Féraud es muy inquieto, rompe las reglas del clasicismo y le mete mucho laburo a su cocina. Aramburu me encanta, tiene vuelo y horas de vuelo, es un perfeccionista.
En su lista caben Mariano Ramón, Julio Báez, Pedro Bargero, Julián Galende, Patricio Negro, Maximiliano Rossi, Sebastián Raggiante, Francisco –Fran– Rosat. Mientras los nombra va asintiendo con la cabeza y entonces su discurso salpicado de humor negro –y alguna que otra crítica ácida– es solo aprobación.

Actualmente asesora en La Malbequería.
Sostiene Gualtieri
Cuando le pregunto si disfruta de su rol como asesor responde que se siente agradecido por ese trabajo. Que le gusta aprender cosas nuevas, como manipular una enorme cantidad de carne, de brasas, de mercadería, de personal. Me llevó un tiempo entender cómo hacer un delivery de esta magnitud: La Malbequería absorbe 30000 pedidos por mes. Tuve que cambiar muchos criterios. Atender el riesgo de la contaminación. Pensar cómo llega ese producto a la casa de la gente. Me da mucho placer desarrollar una idea y concretarla. Encontrar la papa perfecta para el pastel de papas. Investigar. Descubrí, por ejemplo, que si le ponés bicarbonato de sodio al agua de las papas, después al freírlas se inflan como la papa soufflé.
En pandemia tuviste que cerrar Darío Gualtieri Bistró. ¿Extrañás tener tu propio restaurante?
–Cuando cocinás en un local que no es tuyo estás limitado por el costo y el gusto de la clientela.
En Casa Umare –Palermo– yo tenía una libertad única. Ahí dedicábamos horas a compartir ideas con los cocineros. Yo proponía una vértebra de sabores a partir de un ingrediente, por caso, acedera morada, y entre todos discutíamos con qué ameritaba combinarla: manzana, apio… Me daba el gusto de filtrar un consomé de mejillones durante 24 horas en una heladera, ponerlo en un sifón Drago y ofrecerlo como aperitivo frío que salía con un hielo de limón. A esa dinámica la extraño muchísimo. Es como la diferencia entre pintar un cuadro por encargo y por inspiración.
Extraño tener mi propio restaurante. Cuando cocinás en un local que no es tuyo estás limitado por el costo, por el gusto de la clientela.

Cordero, Casa Umare, 2013.
Si abrieras un local ¿Cómo sería ese negocio: ¿inclinarías más la balanza hacia la veta comercial o a la creativa?
–Me imagino mi restaurante ubicado en una casa sin salón principal y con ambientes pintados de distintos colores. Ofrecería un menú confiance –como el de Casa Umare– en el que solo se describiera el ingrediente de base. Cambiaría ese menú según el marco y no tendría maridaje, una palabra que no me gusta porque limita. Apostaría al lujo simple, a la cultura del producto más que al derroche de dinero. Con un calamar, un brote, un consomé y unos porotos podés hacer algo tremendo.
A los 56 años, hay cosas del negocio que Darío Gualtieri no negocia. No perdió el pelo. Tampoco las mañas. ·