El único cepaje autóctono de Argentina, resultado del cruce espontáneo entre la variedad italiana Moscatel de Alejandría y la denominada Criolla Chica, traída por los primeros colonos españoles. Nada que ver con nonnos inmigrantes.

atrimonio cultural que ahora fascina al mundo. Éxito absoluto en USA, los países nórdicos, Inglaterra, Japón, China, entre otros. Con una uva perfumada y sensual nace este vino que no se parece a ningún otro. No habrá ninguno igual, no habrá ninguno… La relación del público argentino con esta variedad pasó por altibajos, muchos los encontraban dulces, confundiendo sus desmesurados aromas frutados y florales, con su sabor. 

El mito dice que un tal Capita Garzón lo trajo de España y lo plantó en Nonogasta, La Rioja en 1611. En todo caso acá, como sucede con la gente y las uvas, se convirtió en otra cosa. La teoría más aceptada es un cruce de Moscatel de Alejandría y Criolla Chica, blend inventado por los jesuitas a fines del siglo XVIII. 

Por supuesto los riojanos juran que ellos tienen el auténtico Torrontés y compiten con los Torrontés salteños y hasta con un tucumano de los valles Calchaquíes, que probé in situ el año pasado de la bodega Arcas de Tolombón, Siete Vacas. En todo caso es en esa región, en La Rioja y en los Valles Calchaquíes donde alcanza características únicas. 

En la década del 80 –Nacarí– un Torrontés riojano de La Rioja (perdón la redundancia)– fue premiado en Vinexpo, en Burdeos y eso le dio un importante empujón a estos varietales hasta ese momento ninguneados en Buenos Aires (y en el mundo).

Aunque históricamente se lo consideró como damajuanero, telúrico, un modesto vinito regional, la cosa está cambiando, el mundo descubre las virtudes, la sensualidad de este blanco que tiene, sobre todo, aromas a vino. Por este éxito en el mercado de exportación, se están elaborando –también para el mercado interno– varietales a base de esta uva más civilizada, más abstracta. Con menos desbordes aromáticos.

Muchas bodegas mendocinas poseen en sus líneas Torrrontés con uvas de Cafayate. Entre ellas Alta Vista, Terrazas, Luigi Bosca, Susana Balbo, que de Torrontés sabe, ya que trabajó durante años en Salta, y Zuccardi.  Algunos ganaron en elegancia pero perdieron ese coté salvaje, sensual y único que caracteriza a la variedad.

En general los Torrontés salteños exhiben sin pudor su carácter terpénico, aromas casi empalagosos a flores y frutas y un toque amargo en el final, que algunos aman y otros odian. Por ejemplo, todos los de Bodegas Etchart mantienen su alma Torrontés. Desde el Etchart Privado de toda la vida comprado en el chino, de imbatible relación calidad precio, hasta el Gran Linaje.

Probé hace un par de años en una comida destinada a expertos foráneos un Torrontés 94. El vino estaba entero, más débil en sus aromas, pero mostraba una rara complejidad y ni rastros de oxidación fulera. Entre sus virtudes se encuentra la capacidad de guarda. Hay otros más recientes: Amalaya, con un mínimo corte de Riesling, el de Colomé cosecha 2020, buenísimo y Finca Las Nubes, de Mounier,  de altura aún más vertiginosa.

Esta semana volví al intenso disfrute de dos Torrontés de El Esteco. El Esteco Blend de Blends, esa ecuación tan curiosa de frío de los 2.000 metros de Chañar Punco, en Catamarca, y el sol extremo de las viñas de Cafayate que le confiere un perfil especial. Y El Esteco Old Vines 2018,  verdadera rareza que combina el viejo estilo cafayateño y la frescura frutal típica de la cepa. Un vino moderno con las viejas cepas que rodean la bodega.

Recuerdo también el Amauta Absoluto de El Porvenir con su identidad  absolutamente intacta, invade pero no agobia. Hay muchos más, infinitos. Me gustan todos o casi todos,

A la hora de pensar en las mejores compañías, resulta perfecto para empanadas y quesos de cabra, pero también va con ceviches y platos de la cocina asiática. Y a cualquier hora. Para el aperitivo de la hora azul, con picoteos marinos en la playa, o para ciertas madrugadas. Desborda sensualidad.

Como fondo, las zambas existenciales del Cuchi Leguizamón.