Laberintos sin faunos pero con uvas sanas que engordan bajo los mandamientos de la biodinamia y dan lugar a vinos naturales. Una enología diferente que nace en el viñedo de Ernesto Catena, en Vistaflores, Valle de Uco, y se proyecta hacia un nuevo territorio, en La Carrera.

Alamos amarillos y montañas blancas. Buena dupla para un cuadro de otoño que le queda como pintado a El Búho, la bodega biodinámica de Ernesto Catena construida con materiales reciclados y mucho encanto. Por fuera, pinotea y piso de ladrillos de quebracho. Por dentro, vigas sólidas y una morfología circular como el caracol, símbolo de la biodinamia. En esta arquitectura sin ángulos la energía fluye igual que en una cinta de Moebius. Decidida y armónica. “Aquí hacemos nuestros ensayos en tanques de poca capacidad –no más de 500 litros– y distintos materiales”, cuenta Alejandro Kuschnaroff, el enólogo de esta bodega que reúne un muestrario de envases para arropar distintos vinos y sus enigmas. Cada cual con su cada cual. Los tanques de acero inoxidable, cilíndricos y troncocónicos tienen un diseño pensado para lograr un diálogo directo entre pieles y mosto. Los famosos huevos de hormigón, sin capas internas protectoras, permiten el intercambio entre el material y el vino, esa micro oxigenación que lo ayuda a evolucionar preservando la fruta. Nada de notas a vainilla o a tabaco como las que imprime la madera. De lo que se trata es de añejar el vino con los aromas propios de la uva.

Tantas variantes logran la mayor cantidad de componentes posible en un juego en el que poco se pierde, todo se combina. Color, estructura, complejidad arman un blend varietal que da vida y sustento a sus etiquetas top: Tikal Locura, Gran Siesta, Gran Alma Negra. Tintos que en la finca Nakbé se disfrutan en entorno de campo.

Un laberinto de ida y vuelta

Nada es igual en este territorio de 72 hectáreas, 52 de las cuales albergan un laberinto de uvas Malbec, un viñedo orgánico. Al costado hay una cancha de pelota maya y más allá, unas llamas y vicuñas pastando con ojos de inocencia animal. Ernesto logró componer aquí una atmósfera donde los principios biodinámicos enunciados por Rudolf Steiner guían mucho más que la producción de vinos para formar parte de una filosofía y de un estilo de vida. Según esta cosmogonía, la finca es un ser vivo integrado por animales, plantas. Por la tierra y las personas que la trabajan. La meta entonces es mantener la armonía y el equilibrio de los elementos que la sostienen. Como en otras formas de agricultura ecológica, fertilizantes artificiales, pesticidas, fungicidas, hormonas y herbicidas brillan por su ausencia. En cambio, son bienvenidos los preparados como los compost que rellenan los cuernos de vaca que se entierran en el suelo durante 6 meses. No se trata de un ritual y punto. La clave está en que aportan flora bacteriana, ponen a disposición nutrientes fundamentales en invierno y permiten incorporar energía a la tierra. Sobran argumentos para darle crédito a esta práctica. Pero el legado de la Pachamama no basta, también hay que estar atento a un calendario de siembra que sigue el movimiento de los astros para que la planta privilegie el desarrollo de frutos, hojas, flor o raíz.

El hijo de la vid

Ernesto Catena (hijo de Nicolás Catena Zapata) ya tiene identidad propia y un estilo que no se parece al de nadie. Fue el chico rebelde de la familia y ahora es un viñatero amante del arte y un apasionado de las culturas mesoamericanas: de ahí los nombres de algunos de sus tintos, como Siesta en el Tahuantinsuyu o Tikal. Pero sobre todo, Ernesto es un hombre que no entiende la vida sin sueños. El último: plantar un viñedo en La Carrera, a 2020 metros de altura. Es un lugar único, con cañadones y pendientes que ayudarán, en inviernos gélidos, a deslizar el agua nieve hacia abajo, salvando del desastre a las futuras vides. Y también permitirá distintas orientaciones. Distintos soles y secretos para variedades tintas y blancas, algunas de ellas, todavía inconfesables. Y mientras Alejandro, el enólogo, señala el suelo franco arenoso donde crecen rosas mosquetas, tomillo y rúcula silvestre, prepara una botella magnum de Gran Siesta para enterrarla en caja de madera según un ritual indígena. Después, Alejandro cava un foso. La caja se hunde. Lo que salió de la tierra vuelve a la tierra. ◉