

Cocino desde los 9 años. Aprendí de mis abuelas, una asturiana y una piamontesa, mis primeras maestras. Después, las ganas de saber y de cocinar más y mejor, me llevaron a estudiar en una escuela. Pero los fogones me atraparon desde mucho antes.
uando era chica, mi tía abuela tenía la concesión del hotel “Tina” en Villa Giardino, Córdoba. Íbamos con mi familia todas las vacaciones de invierno y comíamos en el salón art decó con hogar a leña y piano Steinway al que se sentaban músicos y cantantes de ópera, porque el hotel quedaba cerquita de la Casa del Teatro. Me acuerdo de una contralto rubia con trenzas de valquiria y voz de timbal cantando Tannhauser y también de Pinky y Lavie en pleno romance. Hacían su entrada triunfal y todas las cabezas giraban -como las de los muñecos articulados- para mirarlos. La magia era completa cuando caía la nieve. Entonces mi hermana y yo pegábamos la ñata contra el vidrio hasta que nos dejaban salir a jugar y armar bolas blancas y heladas que nos arrojábamos con placer y saña en dosis iguales. Pero mi lugar preferido era la cocina. Carlitos, el cocinero, me dejaba sentar en un banquito y mirar desde un rincón el movimiento frenético de los fuegos. Y si en el salón los camareros se movían siguiendo una coreografía como en una escena de película, en la cocina los pases de cacerolas, sartenes, platos y alaridos italianos —por qué será que esos gritos del “io mi ammazzo, io ti ammazzo” suenan tan poco serios?— me hacían sentir en un teatro. El mortero de mi abuela, en el que se machacaba el pesto genovés, no tenía tregua. El palo de amasar, menos. Me gustaba ver ese bollo de masa convertido en una lámina fina, lista para los fettuccine. El momento que más esperaba, cuando Carlitos preparaba sambayon. Lo hacía en olla de cobre y después de servirlo me dejaba pasar el dedo por el recipiente casi vacío.

En la foto, mi abuela y mi tía. Las dos se llamaban Tina. De mi abuela conservo el palo de amasar, el mortero de mármol y las ganas de cantar.
Yemas y azúcar y Oporto batidos a punto aire. Placer en la boca. Nunca volví a probar otro igual. El paladar tiene memoria y caprichos y ese sambayon no se puede repetir porque además hace rato que Carlitos no está, tampoco mi tía, ni el hotel que fue parte de mi infancia. Hace unos años visité Villa Giardino y la curiosidad o la nostalgia me llevaron hasta ese lugar. Me costó reconocerlo. El hotel parecía una caricatura berreta de aquel otro. Se veía chico y deslucido como una postal sepia, un recuerdo ajado, un tajo de realidad. El salón tenía mesas bastardas y ningún piano. No era el mismo y yo tampoco. Pero cada tanto hago en casa el pesto que me enseñó Carlitos. Y entonces el sonido del mortero al machacar el ajo con los piñones, el perfume verde de la albahaca, y ese sexto sabor, el sabor de la historia, me recuerdan quién soy.
Ingredientes
Para 4 porciones
Para los fettuccine
4 yemas de huevo
300 g de harina 0000
½ cdita de sal
1 cda de aceite de oliva virgen extra
Agua, c/n
Semolín, c/n
Para el pesto genovés
1 o 2 dientes de ajo
1 puñado de albahaca fresca
50 g de piñones (o de nueces)
30 g de queso parmesano rallado
30 g de queso sardo rallado
Sal marina, a gusto
Aceite de oliva virgen extra, a gusto
Opcional
Chauchas en juliana
Procedimiento
Para la masa
Hacer una corona sobre la mesada con los ingredientes secos. En el centro, agregar los líquidos e ir mezclando con tenedor. Después, incorporar con la mano los secos de arriba hacia el centro. Integrar bien.
Amasar con la parte inferior de las palmas alternando una mano con la otra hasta que la masa quede bien lisa, homogénea, y no se pegue en las manos. Envolver con papel film y dejarlo descansar a temperatura ambiente durante una hora aproximadamente.
Estirar con palote o pasar por pastalinda la masa (número 5 o 6, según el grosor que se busque), espolvoreando cada tanto con semolín para evitar que se pegue.
Dejar secar media hora antes de cocinar.
Para el pesto
Machacar en un mortero los ingredientes secos (menos el queso rallado) hasta integrarlos bien. Agregar, de a poco, hilitos de aceite de oliva para emulsionar y por último añadir el queso rallado.
Armado y presentación
Colocar abundante agua en una cacerola (1 litro cada 100 g de pasta).
Cuanto el agua hierva, añadir sal gruesa (10 g de sal por litro de agua y los fettuccine).
Colar, mezclar cuidadosamente con el pesto y servir.
Opcional: agregarle chauchas en juliana blanqueadas.