Tiene 34 años, toda una vida en el campo, un paso por televisión en el reality Dueños de la cocina y un sueño: revolucionar las cabezas, los corazones y las vidas de sus paisanos combinando los productos típicos del noroeste de Buenos Aires con sabores venidos de muy lejos. Y ya lo está concretando.

Su propuesta es revalorizar la riqueza local, perfeccionar los procesos productivos, educar a los niños en el cuidado y el reconocimiento de los tesoros de la tierra y fusionar lo de acá con lo de allá, resume. Se trata de ampliar el marco de las recetas y los sabores típicos para que –combinados creativamente con elementos menos folclóricos– generen cosas nuevas. Desde platos hasta emprendimientos, puestos de trabajo y razones para permanecer en un campo que todavía hoy expulsa a sus jóvenes por falta de oportunidades. Soy nacido y criado en Carlos Casares y me vine hace diez años a estudiar. Me encontré con recetas, ingredientes, cosas que yo jamás había explorado. Descubrí el wasabi, el panko, la salsa de ostras y los empecé a incorporar. Eso es lo que está buenísimo: sobre productos de la región, poder asimilar a los otros para enriquecer lo propio, arranca.
¿Te costó abrir el juego de la cocina a estas cuestiones “exóticas”?
Es que yo creo que hoy la gastronomía pasa por otro lugar que no es la cocina. Pasa más por un producto, por la historia que tiene ese producto atrás, por empezar a entender qué sucede con el transporte del producto, con la producción a nivel regional. Incluso en escuelas de gastronomía del interior tendríamos que comenzar a ver recetas que tengan que ver con productos de la región, ¿no? Porque a mí, por ejemplo, las anchoas me parecen riquísimas pero creo que las pizzas de la zona en la que vivo, el NOBA, deberían llevar pejerrey curado y ahumado. Ese que podemos obtener de alguna de las lagunas cercanas. Yo de hecho presenté hace poco una pizza de pejerrey curado reemplazando a la anchoa. Y gustó, gustó mucho. La pizza tenía harina del molino de Carlos Casares, mozzarella de Moctezuma –un pueblito cercano– jamón crudo hecho por mí con un cerdo de Casares, el pejerrey que era de la laguna Martínez de Hoz, a sólo 40 km, y los tomates de Smith, otra localidad de la zona. Era, digamos, una pizza que no tenía más de 15 km de radio.

El pejerrey de laguna bonaerense es carnívoro, depredador. Camina mucho, tiene boca grande y es más estilizado que el patagónico, menos movedizo y más panzón.
Hay que hacer escuela. Los cocineros, más que dar recetas, tenemos que concentrarnos en ser facilitadores. Empezar a trabajar como agentes de cambio. Se necesita modificar la mirada, el enfoque, y tratar de informar –sobre todo a los niños– de dónde viene cada producto y por qué hay que respetar el trabajo que hizo el productor. Especialmente en lugares como el Noroeste de Buenos Aires, donde la ruralidad está sufriendo horrores a causa de la migración de los jóvenes y en donde quizá viven doscientas personas pero tienen ocho despensas. El tema es no quedarse en el simple diagnóstico y pasar a la acción.
¿Y cómo sería?
Y, con diez personas que tuvieran proyectos como el de NOBA creo que se comenzarían a ver cambios. En mi caso fue notable el acercamiento de los productores. A partir de haberme visto en redes sociales o cocinando en televisión se acercaron, sorprendidos. ¿De qué? De que yo fuera de Casares y estuviera hablando de Lincoln, por ejemplo. O de Trenque Lauquen. Eso genera ya de por sí empatía e interés por la causa. Hace pocos días, por ejemplo, di un curso en Rivas, partido de Suipacha, donde se hace la Fiesta del Pan y en donde estuve el año pasado como jurado. Y me pareció súper copado poder enseñar a las mujeres del pueblo a hacer masa madre. Por eso ahora hay una categoría nueva en la Fiesta del Pan. Creo que se trata de eso: de ir adelante con pequeñas acciones. Activando y transformando. Haciendo que pasen cosas.
Tu proyecto contempla capacitar a chicos de todos los niveles…
Si, e incluso en el partido de Suipacha hemos tenido reuniones con autoridades distritales. Entonces, quizás sea Suipacha el lugar donde arranquemos con la prueba piloto para trabajar con huertas a nivel de jardín. Así, los chicos desde muy temprana edad comenzarán a comprobar que todo lo vivo tiene un tiempo para nacer, para crecer, para reproducirse. Y que hay que regar, y cuidar y tener limpia la tierra. Eso implica trabajar sobre un montón de valores que son los de la naturaleza: el tiempo, la espera.
Pero, ¿eso un chico del campo no lo sabe?
¿Sabés que no? No lo ve porque no se acerca, porque no le interesa, porque nadie se lo muestra. Aun en el campo hay una invasión de consumo, de celulares. Todo eso hace que se pierdan valores y que la distancia a la tierra sea…. ¡sideral! Sólo así se entiende esto: pueblos de doscientas personas y con ocho despensas. Y justamente eso es lo que tenemos que cambiar. ◉