Un cocinero atípico, lejos de cualquier tic de moda. En su restaurante de Parque Chacabuco defiende la esencia de bodegón, los platos sin maquillaje y la cocina “de trinchera”.

Dice que su propuesta es la del viejo bodegón en el que se elaboraba todo lo que se vendía, porque quiere tener el control de lo que ofrece y de lo que come. Catorce años atrás, Javier Urondo abrió su local en un barrio excéntrico –fuera de todo centro comercial– como Parque Chacabuco. Y se consolidó como uno de los cocineros más originales de nuestro medio. Un provocador con una mirada propia sobre el arte de dar de comer.
—La gente está muy alejada de la comida. La asustan, le dicen que tenga cuidado con lo que hace –arranca provocando Urondo–. Y nuestro restaurante tiene un trabajo muy fuerte en ese sentido, de romper con la idea de comida desodorizada y “sana”, con esta persecución sobre las grasas, sobre los sabores fuertes. Tener un negocio es una responsabilidad: no podés vender sólo lo que te piden, tenés que proponer, para ampliar las opciones de decisión de la gente de tu barrio. Más allá de subsistir y garantizar su continuidad, me parece que un negocio que está en un barrio y que no modifica algunos hábitos culturales de ese lugar es un negocio olvidable.

En ese sentido, Urondo Bar tiene una propuesta que, a simple vista, parece más bien clásica, no se lo ve como uno de esos sitios que intentan dar “una experiencia sensorial”.
—Nosotros damos de comer. No buscamos sorprender ni atraer a la gente con el exotismo de algún producto desconocido. Aunque yo sirvo kimchi en Urondo desde hace años, cuando no era moda porque me encanta y parte de mi clientela es coreana. Lo nuestro es una propuesta de bodegón, o de lo que yo recuerdo como bodegón. Porque después ese concepto fue transformándose, y ahora hay gente especializada en tartas que les vende las tartas, hay gente que les hace las milanesas, casi nadie pela y corta papas para hacer papas fritas y es así como los locales de comidas cada vez tienen menos control sobre lo que hacen y venden. Nuestra propuesta es tratar de no tercerizar nada. Si hacemos masa, la hacemos nosotros, el pan lo hacemos nosotros; buscamos la mejor harina que conseguimos en Buenos Aires, sin volvernos locos en sofisticaciones de orgánicos certificados. No compramos productos Premium que cuestan carísimo y son sólo para el público ABC1. Hay muy buena carne en el Mercado Central. Sólo hay que saber elegirla. Los lugares chicos tienen interesantes alianzas con productores artesanales.

“Mucha gente está muy alejada
de la comida real”.

¿Eso también pasa con el vino?
—Siempre trabajé con bodegas chicas, porque se sienten más cuidadas en un restorán a escala humana. Las grandes tienen cierta presión que nos hace perder poder de negociación. Inyectan mucha guita para estar presentes aunque no vendan demasiado, porque les sirve la presencia de marca. Es otra lógica. Nuestra carta de vinos es diversa, no la definen dos bodegas. Es una decisión política y es más trabajosa. A las bodegas chicas no les sobra la plata. Necesitan vender vino. Subsisten de la venta real, no del combo de marketing-marca-presencia. Volvemos a la idea de ampliar las opciones del público: entre lo desconocido y lo conocido, la gente opta mayoritariamente por lo que conoce. Y esa es una tarea que hacemos nosotros, difundir emprendimientos con menor potencia de marketing.

¿Cuáles son los infaltables de tu cocina?
—Infaltable es la carne, la papa y el pan. La carne y la papa porque se llevan bien y… ¡el pan para levantar el juguito!  –estalla en carcajadas–. Cuando uno se minimaliza en algunos productos le va encontrando más sentidos. Cuando uno diversifica mucho se pierde. Por ejemplo, me encanta el maíz, pero no me quiero meter con el maíz porque me meto en un quilombo. Son productos milenarios, que tienen mil variedades, ya con la papa tengo para entretenerme. Acá es muy popular la papa que volvió de Europa: la papa era americana, fue para allá y después nos viene en forma de comida europea. Pero hay infinitas variedades de papa, cada una se puede usar para una cocción distinta. Es un proceso complejo en el que hay que ser respetuoso. Cuando voy a comprarlas, le pregunto a las cholas para qué usan esa variedad, cómo se prepara y de ahí vengo con ideas para que esa papita se exprese mejor.
Y respecto de la carne, desde este lugar decimos humildemente que la carne no está desarrollada. Que falta buscarla más. Desde hace años hacemos un laburo consecuente de presentar un tipo de carne que yo no la llamaría madurada porque no seguimos protocolos estrictos de maduración, pero le hacemos un estacionado. Garantizamos que tenga un tiempo de frío. Eso es porque usamos novillos, animales grandes que necesitan más madurado, porque es una carne más dura. La carne de animal grande tiene mejor sabor, mejor grasa, pero al público le dicen que es mejor la de animales chicos. Yo digo que a veces comemos perrito, porque ni terneritas son, de tan chicos que los faenan. No tienen gusto a nada. Lo que están haciendo con el tamaño de los bichos está fuera de la ley.

¿Comida rica o comida linda?

Buena parte de la filosofía de Urondo está vinculada al uso de los productos de su cocina. La reutilización de lo que no se usó en otro plato es uno de sus preceptos:  sólo la parte del bife que queda linda, o tirar toda la cebolla y usar solo el centrito conlleva una irracionalidad insoportable. No es la cocina que nosotros hacemos, dice. Y se explaya: Los orientales presentan la comida para ser comida con dos palitos. Lo central es que sea fácil para comer, no que quede lindo para la foto. También eso es una deformación: los platos lindos versus los platos ricos. Ahora eso se profundizó: los platos Instagrameables o no Instagrameables. Me hago cargo de que uso un montón las redes, pero a veces los platos ricos no son facheros. Una morcilla mal iluminada parece fea. Un locro parece un vómito. Para que se vea rico hay que maquillarlo: ponerle un huesito, que se vea una pieza, darle un brillo. Eso es todo un criterio de presentación del plato en el que yo no entro porque manejo un grado alto de rusticidad. No creo en eso. Si lo pusiera en práctica, mentiría.