

Aitor Arregi y Josean Alija viajaron desde el País Vasco para cocinar con Pablo Rivero en su parrilla Don Julio. Toda la carne –y el pescado– al asador. Brasas custodiadas por tres capos de la gastronomía, para los que los platos empiezan en la tierra y el mar.
Por María De Michelis. Fotos de Javier Picerno
¿En qué se parecen Pablo Rivero, dueño de la parrilla porteña Don Julio; Aitor Arregi, alma mater del asador Elkano, en Getaria–; y Josean Alija, chef del restaurante Nerua, en el Museo Guggenheim de Bilbao? Aparentemente en poco, o en nada. Salvo por el hecho de que son hombres, testarudos y gastronómicos. Sin embargo, el Atlántico que los separa, también los agita desde de la nave maestra de la cocina, que aunque como dice Jean François Revel, siempre viaja mal, cuando se mueve de su lugar de origen permite cruzar saberes, productos y tradiciones. En ese plan se juntaron los tres chefs en Don Julio para cocinar con las brasas como leit motiv y el vino argentino como inspirador del encuentro: no hay charla sin vino, dice Josean. Amén.
Tres personajes en busca de un fogón
Si el fuego y las anécdotas de vida provocan una alianza natural en Rivero y Arregi, el respeto por el producto resume el pilar sobre el que se sostiene su cocina y también la de Josean. La materia prima es su piedra fundamental, aunque en cada caso sea distinta. A Pablo el conocimiento de la carne le viene de familia. Su abuelo tenía carnicería y sus padres se convirtieron en productores ganaderos. Más tarde montaron una parrilla en Palermo, cuando todavía era un rioba de memoria literaria y doñas barriendo la vereda. La parrilla popular creció a la medida de los sueños de Rivero. Sueños largos y cumplidos. Hoy está considerado el restaurante de carnes imprescindible de la ciudad –y ocupa el puesto número 13 en la lista de los 50 Best Latam– aunque manteniendo la esencia de esa antigua casa palermitana. Yo ofrezco al público lo que mejor sé hacer, dice. Pero Pablo se reserva varias llaves que abren las puertas del éxito. La carne es de pastura, con 30 días de maduración, trazabilidad y puntos de cocción inobjetables a cargo del parrillero Pepe Sotelo. Los acompañamientos se basan en productos nobles y de estación: batatas de Entre Ríos, espárragos de Córdoba, remolachas amarillas y tomates platenses de tonos casi fauvistas. En la picada criolla, paso previo de la carne, nunca faltan los embutidos de Guido Tassi, cocinero con buena mano para elaborar estos productos argentos heredados de la tradición de los inmigrantes europeos. Otro punto fuerte: el vino, que ahora cuenta con una cava subterránea más grande, con miles de botellas. Nada de figuritas repetidas. Pablo se dedica a rastrear curiosidades, ediciones limitadas, añadas excepcionales, etiquetas de otros tiempos. Cubierta de un silencio como de catedral, en esa cava se respira gran parte de la historia del vino argentino.


Abajo, en el sótano los vinos descansan en la tranquilidad subterránea pero arriba, en el salón, hay fiesta: hoy es el cumpleaños de Rivero y lo celebra con este almuerzo a la vasca, junto con amigos. colegas. Día de sol y primavera para acompañar el sueño de un pibe que jamás se durmió en los laureles. Un rey sin corona y sin otros humos que los del asado.
El canon de Elkano
Aitor Arregi es ex jugador de fútbol profesional –ni se les ocurra hablarle del tema porque le cae fatal–, es dueño de un asador referente en materia de pescados. Recibió la primera estrella Michelin en 2014 pero para él la fama es puro cuento. Sólo tenemos un asador, se ríe. Lo que a él le gusta de verdad es conducir hasta el puerto de Getaria, donde conoce de pe a pa las artes de pesca. Sabe de nasas y de redes, espera los barcos que desmontan las cañas para el bonito, las barquitas de los jubilados para la pesca del chipirón de anzuelo. La pesca en Getaria es cosa seria. Igual que las parrillas. Getaria es una de las últimas poblaciones costeras en las que las parrillas de los restaurantes arden en la calle.


Hoy en Don julio no hay rodaballos, sólo lenguados y besugos. Mientras el argentino Pablo Vicari, jefe de cocina de Elkano, controla la cocción, Aitor da una clase de anatomía del pescado y describe los momentos de esplendor de cada especie, una sabiduría que para un argentino es como de otro planeta. No es lo mismo si han desovado o no. No es lo mismo el primero que ha entrado en la red que el último. No es lo mismo la ventresca blanca que la oscura. No es lo mismo la piel blanca, que carameliza en la parrilla, que la oscura. Cada parte tiene su textura y su sabor. Elkano fue el primero en poner un cogote de merluza a las brasas. El audaz fue su padre, Pedro, creador del primer local en un despacho de ultramarinos de su madre que él convirtió en un bar con parrillita a la calle. Su padre le enseñó el oficio y el amor por esta rutina. Aitor duerme con el run run del Cantábrico. Sus horarios no dependen del calendario romano, su reloj son las lunas y las mareas y su terroir es el mar. Cada trozo es distinto y da cosas distintas. Si el salmonete está en la arena sabe a fango; si ha estado comiendo en la roca, a marisco. Aquí en Argentina estoy perdido, no conozco el entorno. Mi credo es cercanía, territorio, temporada, dice. La fórmula le da resultado: por su restaurante desfilan colas de gente lista para comer con la mano un pescado con gusto a gloria. A mar.
Ninguna pieza de museo
La carcasa de titanio diseñada por Frank Gehry para el Guggenheim cobija el reducto de Josean Alija, pero Nerua, una estrella Michelin, no se ajusta a las reglas del formato típico de un restaurante de museo. Sus platos no son piezas de arte sino recetas sabrosas que hablan de la filosofía gastronómica que guía a este cocinero. Aunque el ambiente físico es de una austeridad pasmosa, donde nada distrae de lo esencial –la comida– y podría resultar un poco frío, Alija es un cocinero sensible que le da al plato carácter, y al productor, el lugar que se merece. Conoce al agricultor que cultivó los tomates, al pescador que le trajo el bonito fresquísimo, el granjero que recogió los huevos en un caserío. Y también sabe que sin su equipo nada en Nerua sería igual. Es un tipo cálido, tal vez por eso en Argentina se sienta como en casa. Ayer en Tegui –de Germán Martitegui, servimos el pescado como hace Aitor en Elkano, entero y mesa por mesa. También un bonito del Cantábrico con pimientos y otros platos de Euskadi. Pero hoy estamos en Don Julio, en un evento “canalla”, se ríe. Mientras habla, desfilan chistorras, bife jugoso, lengua de cordero, tartar de vaca con anchoas y otras contundencias que duran lo que un suspiro. Le pregunto en qué se parece nuestra mesa a la de ellos. Los vascos somos más afines a los vegetales y al mar y aquí hay una cultura de la carne increíble. Sobre todo cuando no se la sobremadura para tiernizarla. Porque pierde el colágeno, que es memoria. Ternura le exiges a un solomillo, no a una chuleta que necesita textura, sabor, equilibrio, grasa. Ese conocimiento del producto nos une. En cualquier caso, nos unen sentimientos, una mirada afín: la de la cocina desnuda.
Copa de Malbec en mano, Josean dice que los vinos argentinos fueron todo un descubrimiento en este viaje. Ostia, somos unos paletos, pensamos que sólo nosotros tenemos tintos y blancos maravillosos y resulta que todas las cosas que me gustan en un vino las sentí del otro lado del mundo, aquí, en Don Julio. Pero un sitio como este me llevaría a alcohólicos anónimos, luego a la ruina y finalmente al cementerio, borracho entero, dice y se ríe a carcajadas. Bebe el último sorbo de vino mientras en la esquina de Palermo suena en vivo un tangacho de la orquesta de Rodrigo de la Serna. Josean para la oreja. Siente nostalgia de Buenos Aires antes de tiempo.


