Los memoriosos argentinos recordarán los aperitivos –el copetín– de los sábados y domingos al mediodía, sagrado en pueblos y ciudades. El vermouth era la estrella.
Un americano, un batido de Gancia, un Cinzano a secas, con hielo y soda. Eso era lo que pedían los nonos en los antiguos almacenes con despacho de bebidas. Las tapas eran modestas: palitos salados, mortadela en cubitos, queso ídem, chips. Servidos en Triolet. Eran tres platitos de acero, contenedores de la nada. Un hábito cultural bien arraigado. Los viejos estaños desaparecieron, ahora se llaman barras, y el copón de vino con espumante, la copa de Char o el Torrontés, el Gin Tonic, el Pisco Sour en sus múltiples variaciones, o el Dry Martini, donde el vermouth seco es sólo una sonrisa o una sospecha, ocupan su lugar, además de los infinitos coloraditos, Negroni y Cia, pasión de señoras comme il faut. Felizmente hay un revival de los clásicos en los bares de aquí y del mundo. En Madrid pude reencontrarme con el vermouth popular, servido suelto, desde la barrica en bares antiguos y entrañables, donde se lo bebe solo, con alguna tapita pobre: dos aceitunas, un filete de anchoas.
El vermouth se elabora a partir de vinos pero éstos padecen tantas manipulaciones que uno olvida su origen. No es un proceso puramente industrial, la mezcla de hierbas, especies y aguardientes que cada empresa mantiene en secreto para producirlo lo convierten en arte, en alquimia.
Los antiguos egipcios fueron los primeros a quienes se les ocurrió fortificar los vinos en épocas calurosas. Los romanos y los griegos añadían ajenjo, ese ingrediente que luego se reveló como perverso, más tomillo, romero y mirra para resucitar vinos que venían en lamentable cuesta abajo.
Pero es durante los siglos XVI y XVII que se los empieza a conocer. En la corte bávara y durante el siglo XVI estos vinos fortificados y aromatizados fueron bautizados como Wermut, ajenjo en alemán. La producción comercial, donde tomaría su identidad definitiva, se inició en el siglo XVIII en Turín. Sus pioneros fueron los hermanos Carlos Stefano y Giovanni Giacomo Cinzano. Su trago era el preferido de Casanova, un entusiasta de las hierbas y las pociones estimulantes para sus hazañas amorosas. En 1816 el nieto de Giacomo, Francesco Cinzano, abrió un local para vender vermouth. Desde ese momento, el Cinzano se instalaría para siempre en el alma italiana y en el alma del mundo. Pero hubo otra empresa importante en el Piamonte que también se convertiría en universal: Martini y Rossi.
Fue creada en 1847 después de años de experimentación. El hacedor de vinos y maestro herborista Luigi Rossi, estableció la receta de su famoso vermouth, con una fórmula hermética que incluía, según trascendidos, madera de sándalo, rosas y mejorana. Sus técnicas y sus uvas fueron muy diferentes al hermano de origen francés, el Noilly Prat, compuesto por dos variedades de uvas, picpoul y clairette, de la región de Hérault, en el sudeste de Francia. El Noilly Prat tiene un carácter complejo, herbáceo y profundo. Es apto para las mezclas pero sirve para beber solo con unos cubos de hielo y una rodaja de limón, como aperitivo. Si la esencia de los aperitivos es despertar apetitos, el Noilly lo garantiza. Creativos protagonistas del mundo gourmet argentino se han puesto a elaborar sus vermús: desde Germán Martitegui, que lo sirve como aperitivo en Tegui, donde flotan aromas de la sierras cordobesas. Tato Giovannoni deslumbró el año pasado en Madrid Fusión con sus tragos etéreos a base de vino blanco y diversas mezclas de frutas, yuyos y yerba mate. Y Julián Díaz, con sus socios Martín Auzmendi, Agustín Camps y el genial Sebastián Zuccardi abrieron en Chacarita una vermutería donde sirven vermouth creado por Zuccardi, uno a base de Torrontés y otro de Malbec. Maravillosos.◉