La pasta o la vida

Cómo y cuándo este plato se popularizó en Buenos Aires

Es raro encontrar un porteño al que no le gusten las pastas. Forman parte de nuestro menú y de nuestros ritos. Los ñoquis del 29. Los ravioles del domingo. Los espagueti de cualquier día. No siempre se le hizo justicia a la pasta en esta ciudad: hoy tiene su revancha.

Publicado por  | Ago 23, 2022 |  |     

Ilustraciones de Milagros Brascó

uando yo era chica, en Argentina la palabra tano era sinónimo de rusticidad, se asociaba a otra palabra: bruto y la cocina italiana se consideraba una cocina menor, comida de pobres reducida a fideos, ravioles, tomate, ajo y queso. De a poco, los descendientes de italianos recuperaron su orgullo cultural y la pasta, su brillo. No importaron los siglos ni las debacles políticas y económicas mutuas: la conexión entre Italia y Argentina se mantuvo intacta y tiene su lógica. Entre fines del SXIX y del XX llegaron al puerto de Buenos Aires tres millones de italianos, básicamente genoveses, amasando la mayor comunidad europea en nuestro país. Junto con el anarquismo, las canzonetas, la gestualidad de cine, los italianos que se amuchaban en los conventillos de La Boca traían recetas y maneras de sentarse a la mesa. Pero como dice Jean François Revel, las cocinas viajan mal, y acá los italianismos tuvieron sus  metamorfosis, se abrazaron al paisaje, se aporteñaron.

Me acuerdo de las cantinas Spadavecchia, La Cueva de Zingarela, La Bella Napoli, Marecchiare, La Gaviota, Praiano, Il Piccolo Navío, Rímini, Gennarino, All´Italia, La Barca de Bachicha y Sparafucile, que en la Buenos Aires de los ‘50, ‘60 y ‘70 servían espaguetis y ravioles nadando en salsa de tomate cubierta por una montaña de queso. Nada que ver con la austeridad de la pasta italiana, pero a los argentinos nos gustaba –y todavía nos gusta– el exceso de todo. Mucho tomate, mucho queso, nuestra forma de opulencia.

El carácter poderoso de este plato capaz de matar el hambre y dar un subidón de placer hizo pie en los bodegones clásicos y también en los aggiornados, donde la tradición, aunque filtrada por un tamiz contemporáneo, sigue vivita y coleando. 

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Aprendimos a no inundarlas de salsa, a comerlas al dente, con aceite de oliva virgen extra, hierbas, o vegetales. Los chefs y los comunicadores ayudaron a sublimarlas.
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En los ‘60, los tallarines y los ravioles eran un ritual dominguero que celebraban religiosamente las familias porteñas. En mi casa, como en tantas otras, la fuente de pasta con tuco y estofado, trozo de roast beef, paleta o palomita tiernizada por horas en una cacerola con tomate, cebolla y ajo, funcionaba como aglutinante o antidepresivo y todos –o casi– nos convertíamos en la familia unita de Los Campanelli.

En aquella época se estiraban los tallarines con palote y se cortaban con cuchillo, como lo hacía mi abuela piamontesa. Con una ruedita dentada o una raviolera se daba forma a los ravioles de seso y espinaca y para la salsa se usaba tomate en lata, nada de puré. Las recetas del libro de Doña Petrona –Biblia de las amas de casa– incluían ñoquis a la parisienne, cappelletti, canelones, tallarines gratinados; con pesto; o con salsa tipo golf caliente. Y sorrentinos, la leyenda dice que los inventó en la década del 30 un cocinero marplatense que trabajaba en el restaurante Sorrento de la calle Corrientes. 

en los ‘70, las hermanas Ada y Ebe Concaro sirvieron en Tomo I sus ravioles de seso y espinaca, de masa delicada y relleno sabroso, aportaron una nueva dimensión. Por aquellos años, el Gato Dumas juró que había inventado los fideos negros –con tinta de calamar– que ya existían en Italia, claro.

Más tarde la pasta escribió un nuevo capítulo en la ciudad gracias a lugares como Italpast (¡ay, los ravioles de carne de Pedro Picciau!); Cucina Paradiso, de Donato de Santis; L’Adesso, de Leonardo Fumarola; La Locanda, de Daniele Pinna, Salgado, La Alacena, entre otros restaurantes que subieron la vara y pusieron en valor a esta cocina ninguneada. 

La metáfora de la pasta

La pasta en Italia es un catálogo, una colección que admite una variantes infinitas, como piezas de Lego. Cappelletti, sombrerito; spaghetti, hilos de bramante; pennoni, mástiles; bucatoni, gruesos espaguetis agujereados o huecos; tortiglioni, macarrones retorcidos… Otros remiten a nombres de animales: farfalle, mariposas; conchiglie, conchas; lumache, caracoles; code di rondine, colas de golondrina; occhi de boye, ojos de buey; occhi di elefante, ojos de elefante; occhi di lupo, ojos de lobo; girini, renacuajos; vermicelli, gusanillos; linguine, lengüitas; orecchiette, orejitas. Y botánicos: fiori di sambuco, flores de saúco; gramigna, grama. La religión también se coló en la pasta: capelli d’angelo, cabellos de ángel; maniche di monaca, mangas de monja. 

Por supuesto, cada pasta se combina con una salsa: las más famosas, el pesto genovés (albahaca, piñones, ajo y pecorino o parmesano); el ragú boloñés, la amatriciana (con la que se hace el plato de las cinco pes: pasta, pomodoro —tomate—, pimiento, panceta y pecorino, más huevo, y a veces, manteca); la arrabbiata (panceta, ajo, guindilla, pimienta negra, aceitunas negras, vino blanco y pecorino); la carbonara (panceta, pimienta negra, huevo, pecorino); la puttanesca (tomate, anchoas, alcaparras, aceitunas, pimienta, cebolla, ajo y guindilla) y la de olio, aglio e peperoncino: ajo, aceite y guindilla. 

Aunque el periodista Pietro Sorba dice con conocimiento de causa que a los argentinos nos gusta la pasta blanda, hoy, el 85% de la que compramos y preparamos en casa es seca: cuestión de practicidad o de presupuesto.

Ya no existe la figura de la mamma o de la nonna, se reemplazó por la de los artesanos al frente de locales de “nueva pasta”, que se multiplican como los hongos. Igual que otros alimentos, las pastas se sofisticaron. Llegaron cocineros y productos de Italia, como la sémola de grano duro, las pastas secas y sus accesorios. Aprendimos a no inundarlas de salsa, a comerlas al dente, con aceite de oliva virgen extra, hierbas, o vegetales. Los chefs y los comunicadores ayudaron a sublimarlas. Recuerdo los tortellini de hongos en brodo de ajo negro que Alejandro Feraud servía en Alo’s. Pastas elaboradas con sensibilidad, buenas harinas y mano maestra.

Ahora hay infinidad de formatos y variantes. Cortas, largas, multicolores, rellenas, laminadas, veganas, de trigo de grano duro o blando. Sin gluten, como las que preparan Chula Gálvez y Santiago Pérez en Las Flores. Las amamos a todas, aunque nuestro consumo –el actual es de 9,1 kilos anuales por persona– nunca superará al de Italia donde se devoran más de 25 kilos per cápita. En el país con forma de bota la pasta es más que una comida. Es la persona que la amasa. Es la salsa que la acompaña. El campo dorado de trigo. El agricultor que lo siembra y lo cosecha. Los siglos de tradición y de cultura. Los grandes relatos y las historias mínimas. La pasta es todo un país que se sienta a la mesa.