La Zinfandel tiene, como la divinidad, infinitas caras: puede dar –según el terroir y el estilo de vinificación– rosados poco expresivos algo dulzones o frescos y agradables; tintos jóvenes u oscuros y potentes, vinos viriles de gran estructura que merecen una crianza en roble y una guarda prolongada en botella. Inclusive existe la White Zinfandel que depara blancos fáciles y ligeros, perfectos para una noche de verano.

 

Estos modos de expresarse nos recuerdan a otras uvas características de América, como el Malbec, que puede dar origen a diversos estilos. Alejandro Bulgheroni adquirió la Bodega Renwood, en Amador, en el norte de California, en las estribaciones de Sierra Nevada, una zona interesante, aunque menos conocida que el Napa o Sonoma. Y sus vinos llegaron a la Argentina importados por Argento, otra bodega de Bulgheroni, dispuesta a una transformación radical de sus productos con la asesoría de Alberto Antonini.

La uva zinfandel apareció en California a mitad del siglo XIX en el equipaje de los inmigrantes italianos, a su vez atraídos por la fiebre del oro. Es, definitivamente, un sueño americano.

Allí creció a sus anchas, bajo el cálido sol californiano adquiriendo otras características que la del Primitivo del sur de Italia, variedad origen. En Italia la Zinfandel no era nada, en primer lugar no se llamaba Zinfandel y realmente Primitivo no es un término glamoroso para que un cepaje adquiera notoriedad. Fueron los californianos quienes lo instalaron en el mundo vinícola, especialmente porque muchos Zinfandel se elaboran de viñedos muy antiguos. Como el caso de los Renwood probados recientemente en una presentación de la residencia del embajador de Estados Unidos en Buenos Aires, de un viñedo de 50 años. De ningún modo eta cepa tiene puro origen californiano, nunca hubo allí, como en ningún otro lugar de América, la vitis vinifera. Los buscadores de oro, que contribuyeron a su popularidad, consiguieron un trago posible, cercano, un alimento sin sofisticación alguna. Basta leer al genial John Fante, que entrevera historias muy divertidas donde los tanos y sus viñedos forman el escenario de muchas de sus historias. La Zinfandel, la primitiva de los primitivos inmigrantes logró adaptarse a la tierra americana, encontró su lugar en el mundo. Y hasta sobrevivió gracias a las astucias de tanto hacedor de vino italiano para zafar de la melancólica ley seca. El Zin no era pecado. Respecto al origen, siguen las discusiones: Primitivo no es cepaje absolutamente italiano. Hasta tiene un pasado croata, emparentada con la Plavac Mali y la Dobricis.

El cocinero de la embajada americana creó unos buenos acuerdos para acompañar estos vinos en diferentes estilos. Lo mejor me resultó, para los tres vinos presentados, los sorrentinos de cordero en 12 horas de cocción, con reducción de Zinfandel y tomates. La espuma de queso gruyere con ciruelas pasas hidratadas en Zinfandel y, sobre todo para el glorioso final, chocolate, pan, sal, y aceite de oliva de Garzón, otro de los emprendimientos del petrolero Bulgheroni que, además de la Bodega Garzón, posee olivares y produce notables aceites de oliva en Uruguay. Una de las razones por las que la Zinfandel vuelve al ruedo de la modernidad: su carácter frutado, algo exótico para muchos, pero sobre todo su aspecto bebible, la famosa drinkability. Todos los vinos son para comer. O deberían serlo. La ocasión para probar estos Zinfandel recién llegados fue una fiesta gozosa de vinos y platos.