¿Dónde y cómo se produjo la materia prima, en qué lugar y cuánto tiempo estuvo almacenada, qué trayecto hizo para llegar a las manos del consumidor? Todas las respuestas se encuentran en la trazabilidad: el hilván que ilustra el recorrido del alimento desde su origen hasta la mesa.
Es una palabra relativamente nueva que proviene del mundo de las estandarizaciones de procesos (como las Normas ISO) y fue definida como el conjunto de procedimientos “que permiten conocer el histórico, la ubicación y la trayectoria de un alimento a lo largo de la cadena de suministros en un momento dado”.
En buen romance, se trata de un sistema que permite identificar qué camino hizo la materia prima, dónde se produjo, a qué procesos se vio sometida, dónde y cuánto tiempo estuvo almacenada, qué distancia recorrió para llegar a las manos del consumidor. Conocer la vida de una frutilla o de un pollo antes de llegar a la mesa.
Hoy, en pleno boom gastronómico, los cocineros y su público le asignan un valor creciente al producto. La trazabilidad se vuelve entonces indispensable pero su obligatoriedad es difícil de poner en práctica, o al menos eso dice la industria. Sin embargo, existe desde hace muchos años de manera artesanal: es una política que muchas industrias pioneras de las cuestiones de calidad (como la vitivinícola) desarrollaron antes de la explosión de la tecnología. Se sabe que con una libreta de almacenero, los enólogos que necesitaban evaluar el impacto de sus experiencias en la finca llevaban el registro de la parcela que había dado origen a cada canasto de uvas.
Desde los ‘90 en adelante, la cosa se hizo más sencilla y ahora hay herramientas de software accesibles: los camiones de cualquier empresa de logística están equipados con GPS que facilitan la localización exacta en cada punto del trayecto y ayudan a mantener en niveles aceptables la ansiedad del cliente.
¿Por qué es fundamental la trazabilidad?
Al consumidor le permite aprender más sobre la comida que se lleva a la boca y tomar decisiones sobre su alimentación. Al cocinero le provee el identikit del alimento que va a cocinar. Y a la industria le da la posibilidad de retirar de góndola una partida de productos que se detecta en mal estado.
En nuestro país, una disposición conjunta de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT) y la Secretaria de Agricultura, Ganadería y Pesca dice que todo establecimiento donde se elabore, fraccione, distribuya o comercialice un producto debe implementar un sistema planificado que asegure el retiro de aquellas partidas que pudieran representar riesgo para la salud de los consumidores.
Por su parte, el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA) cuenta, desde 2015, con dos normas: la primera es el Sistema Integrado de Gestión de Sanidad Animal (SIGSA), que tiene como herramienta el Documento de Tránsito Electrónico, pensado para el control y amparo de tránsito de todas las especies animales, material apícola vivo, material reproductivo y genético, productos, subproductos y derivados de origen animal. La segunda es el Sistema Integrado de Gestión del Documento de Tránsito Sanitario Vegetal, una regla similar a la anterior.
Saber el origen y el trayecto que recorren los alimentos nos permite tomar decisiones sobre lo que nos llevamos a la boca.
Ilustraciones de Federico Porfiri.
Lo cierto es que los consumidores ni miramos la (poca) información disponible. En parte porque los jeroglíficos del etiquetado desalientan. ¿Sabemos qué significan siglas como JMAF (jarabe de maíz de alta fructosa) o E-321 (Butilhidroxitolueno)? Tampoco conocemos el alcance de la trampa marketinera en los alimentos “light”, “diet”o “naturales”. ¿Cómo lograr, entonces, que los datos de trazabilidad nos conmuevan?
Para que la información no sea sólo un recurso de marketing debe ser previa: si yo sé que el pimentón de Cachi es el de mejor calidad de nuestro país, por el terroir y las condiciones en que se elabora, saber que ese pimentón viene de esa zona me aporta un dato que agrega calidad. Pero sin el dato previo puede confundir, dice Guido Tassi, responsable de Restó. Y el dato previo, el mapa de la calidad de nuestro país, la regionalización de los productos argentinos y su distribución por zona climático-geográfica, es la herramienta que hoy no tenemos y que hay que construir. En eso están A.C.E.L.G.A. (Asociación de cocineros y empresarios ligados a la gastronomía) y muchos de los cocineros que la integran y que conocen el origen y el trayecto exacto de algunos de los ingredientes que incluyen en sus cocinas. Es el caso de Gaby Oggero (Crizia), Mariano Ramón (Gran Dabbang), Pablo Rivero (Don Julio), Germán Martitegui (Tegui), Darío Gualtieri (Darío Gualtieri Bistro). También Soledad Nardelli hace lo propio en Chila, Juan Gaffuri en Elena, y la lista sigue.
Javier Urondo, alma mater del restaurante que lleva su apellido y un obsesivo de este tema advierte: Por lo menos el carnicero debería saber de qué raza es la media res que tiene, si viene de Córdoba o Chascomús, cómo fue alimentada. No solo si está clasificada como A, B o C.
La buena noticia es que la trazabilidad es hoy una exigencia de los mercados europeos: los exportadores ya tienen sistemas trazables en marcha para cumplir con la exigencia internacional. Se trataría, en todo caso, de que el sector público y el privado cierren filas para mejorar los procesos de distribución en Argentina. Aunque, como dice Javier Urondo, los sistemas trazables van a dejar en evidencia cómo se construye el precio de los alimentos, cuánto gana el sector de la comercialización y distribución. Un punto álgido de nuestro sistema alimentario que en este nuevo escenario de importación indiscriminada puede incluso profundizar sus fisuras.