Morir o vegetar
En Buenos Aires conviven la moda plant based, los vinos “sensibles”, y también una charcutería que se renueva para poner la carne y sus derivados en el centro de la mesa. ¿Cómo se come este menú?
Publicado por María De Michelis | Oct 20, 2022 | Tendencias |
n su libro Inteligencia Culinaria, el periodista y escritor norteamericano Peter Kaminsky retoma esa pregunta gastada que se les hace a chefs y periodistas gastronómicos: ¿qué plato comerías antes de morir? Kaminsky jura que hay algo en común en todas las respuestas: nadie piensa despedirse de este mundo con una fuente de vegetales.
La primera edición de aquel libro es de 2018. Pasaron cosas. Sin ir más lejos, la pandemia y su oleada trágica que nos dejó con la boca abierta y sin nada que decir. Cuando apenas habíamos recuperado el aliento nos lanzamos a la calle, furiosos de encierro y de miedo. Hambrientos de amigos, de vida y de cocina gourmet –prometo sepultar esta palabra cuando encuentre otra–, enfermos de novedad.
En este último tiempo, el consumo y nuestra mirada sobre la comida se exageraron: abrazamos y maldijimos las harinas, demonizamos la carne y miramos con buenos ojos la avanzada de la onda plant based, que tomó fuerza, se multiplicó como los hongos –que no son plant sino fungi– y arrasó. En Buenos Aires nunca vi tantas propuestas gastro en las que la proteína animal brillara por su ausencia.
El grito en el cielo del veganismo ahora suena tan fuerte que no hay sordera que valga. Y aunque no suscriba su carácter religioso, le encuentro sentido cada vez que pienso en la tortura a la que se somete a los pollos en las granjas industriales, las vacas en los feed lots, o los salmones en las jaulas en las que se los conmina a una vida miserable. La alternativa vegana, que llegó con algunos ítems interesantes y mucha pero mucha crema de cajú, apareció como reacción a un sistema que cosifica y devasta la naturaleza, maltrata al ambiente y solo alimenta al agronegocio.
Dicho sea de paso, la industria encontró el atajo para capturar clientes ávidos de productos sin ingredientes derivados de animales, pero formateados como cualquier ultra procesado. Ersatz a la orden del día. No salvan al planeta, tampoco al estómago.
Hace unos días hablaba con una sommelier sobre cómo, en la misma línea saludable y ecológica, proliferaron los vinos “sensibles”, tal cual se lee en la vitrina de un local palermitano. Muchos de los que recorren los wine bars y vinotecas de Palermo van en busca de ejemplares de baja intervención, naturales, biodinámicos, objetos de deseo de la tilinguería porteña.
Más allá de los argumentos ligados a la ética, al gusto, a la moda o al prejuicio, yo fui feliz con una copa de Breva Syrah rosé, Alpamanta; de El Burro, de Santa Julia; con el Pintom Rosado Subversivo, de Canopus vinos; o con Livverá, de Zorzal Wines. Vinos que siguen una línea y resultan de un trabajo consciente, sustentable y muy enfocado en el buen hacer. Pero también tragué varios sapos con algunos descorches, vinos intomables, no diferentes, solo mal hechos.
Paso página: paralelamente a la ola verde resurgió la charcutería, tradición argenta que hoy luce aggiornada. Embutidos y salazones conocidos y no tanto, elaborados con ingredientes de primera y técnicas depuradas. A los conocidos de siempre: Don Julio, El Preferido, Corte Comedor, se sumaron Adora, Asadero, Madre Rojas, José Juarroz y Anchoíta Cava, Corte Charcutería, hermano de Corte Comedor, y la lista sigue.
En sus distintos formatos, la carne, débil en la cama, sigue fuerte en la mesa patria: aunque la época exija limitar su consumo, las estadísticas dicen que cada argentino come 48 kilos de carne por año. Una cifra de escándalo que amerita una revisión de nuestra cultura alimentaria. Cambiar de esquema y de dieta. Acompañar bifes y milanesas con una porción generosa de vegetales. O algo mejor, proponer la carne como acompañamiento y a las verduras como ingrediente principal. Narda Lepes fue pionera en invertir la ecuación. No le fue nada mal.
Vuelvo a Kaminsky. En su libro recuerda que los humanos somos una especie omnívora, y por lo tanto estamos diseñados para comer carne, pero no diseñados para comer carne mala, y con “mala” el autor habla de la que proviene de animales criados en un confinamiento brutal, inyectados con hormonas y antibióticos, alimentados con transgénicos y estrés.
En tal caso, más que demonizar a un producto, en esta vida instafood que hoy se quiere libre de gluten, a salvo de la carne, fotogénica y sin pecado concebida urge poner bajo la lupa mundial al sistema alimentario. De una vez por todas, dejar de llamar progreso a la devastación. Y en lugar de preguntarnos qué comeríamos antes de morir, averiguar qué nos estamos llevando a la boca aquí y ahora. •