
La crisis civilizatoria que nos tiene en jaque es la consecuencia y la prueba de cómo se remata la tierra, la gente que la habita y su cultura. El planeta no da más. La autora de Malcomidos y Malaleche da su visión sobre este tema de nuestro tiempo.
Publicado por María De Michelis | Abr 19, 2021 | Entrevistas |
uando Soledad Barruti habla, mueve tan rápido las manos que da la impresión de que en cualquier momento sus palabras también pueden llegar a convertirse en acciones. Dice que esta crisis civilizatoria, tan asociada a la producción de alimentos y la degradación de la naturaleza, desarmó todas las bases que sostienen nuestro día a día. Que estamos invadiendo cualquier resquicio del mundo natural en pos de un sistema alimentario global que anula la coparticipación de la Humanidad con suelos, con animales, con plantas. Y que esta matriz demencial tiene fecha de vencimiento. No en 200 años, sino mañana. Su voz suena urgente. Nos estamos comiendo el mundo.
“Vivimos desencarnados del planeta y alimentados por una industria dispuesta a ir por todo y a dejarnos sin nada. Mientras tanto, comemos cada vez peor. Son muy pocas las personas que acceden a la alimentación variada, fresca, saludable, culturalmente adecuada, que satisfaga las cosas básicas que tiene que satisfacer la comida. Esta dieta repetida carece de los nutrientes necesarios para que el cerebro funcionar bien. Lo trágico es que las generaciones van avanzando en la pérdida de sus capacidades cognitivas. Lo dice hasta FAO (La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), que siempre atendió los intereses de la industria”, dice Sole.
Le hemos declarado la guerra a la naturaleza. ¿La pandemia es una muestra gratis de lo que se viene?
–El cambio climático es una bomba de tiempo que late y que va a ser mucho peor de lo que estamos viviendo. La forma productivista en que tratamos a la naturaleza, como una cosa sobre la que se dispone desde una perspectiva androcéntrica, tiene un costo altísimo.
¿Producimos y comemos siempre lo mismo?
–El otro día leía un estudio que decía que comemos apenas un 0,25% de las posibilidades alimentarias que existen y eso se reproduce en miles y miles de productos que aparecen en las góndolas: todos iguales. Por supuesto tiene su correlato en la tierra en la que pasamos de la diversidad a la aplanadora: producimos cuatro o cinco tipos de plantas y de animales y esto se complementa con frutas y verduras que van quedando como periféricas a esa producción.
Y que van generando paisajes artificiales…
–Claro, porque en la naturaleza no existen ni monocultivos ni granjas industriales. La industria aplica artillería pesada que incluye venenos para liquidar lo que no se quiere producir. Matar todo para crear su idea de laboratorio en la tierra. El mundo muerto. Un modelo insustentable, cruel, violento y sobre todo peligroso. Se hacinan cientos de miles de animales en un contexto artificial, animales muy débiles desde lo inmunitario, diseñados para producir mucha carne, a los que se da para que sobrevivan a esas condiciones de hacinamiento, estrés y negación de su existencia, antibióticos, antivirales y otras drogas.
Es clave volver a mirar a la tierra como un espacio a rehabitar y a preservar. Y saber que la lucha por la madre tierra es la madre de todas las luchas.
La consecuencia es liquidar los suelos, anular la biodiversidad: única garantía de la tierra para poder seguir equilibrándose a sí misma, manteniendo su fertilidad, los climas, los ciclos, la armonía micro biológica. «El otro día hablaba con un científico brasileño que me decía que cuando empecemos a entrar en contacto con todos los virus que hay en la selva de Brasil y que se deforesta a pasos demenciales vamos a descubrir que no vamos a poder salir nunca más de nuestro baño. Ni con escafandra», advierte Barruti.
¿Cómo se procesa la tarea de escribir sobre este ecocidio?
–A mí me pega en el cuerpo ver escenarios tan terribles, imágenes tan disruptivas. Gallinas ponedoras de huevos encerradas durante cuatro años, apiñadas con otras, caminando unas sobre otras. Con sus cuellos llagados por los picoteos al borde del canibalismo. Abruma verlo. Y ni hablar de los mamíferos. Porque las gallinas parecen otro “demasiado otro”, pero los cerdos tienen algo perruno. Como los terneritos que son separados de sus madres para que entren en producción. Si vieras el nivel de desesperación por el contacto físico. Es el mamífero anulado en su existencia. He llegado a enfermarme al documentar esto y sentir que es uno de esos momentos en los que la Humanidad se vuelve una máquina de depredación.
¿Se puede modificar esta relación inarmónica con la naturaleza?
–Lo primero que hay que tener en cuenta es que lo que está acabando con todo es una forma civilizatoria, no una especie. Si no, caemos en una idea racializada del humano, bajo el parámetro de la colonialidad del saber se impone la verdad el poder, como dice Rita Segato. Entonces pensamos que hay un solo tipo de Humanidad: capitalista, blanca, representada por hombres heterosexuales. Pero hay otras formas de organización social que pudieron generar relaciones virtuosas con lo que nos rodea, comunidades indígenas, campesinas. Amazonia no es un 80% de selva virgen sino una naturaleza modificada por distintas comunidades que supieron y saben vivir ahí y que hoy están amenazadas por este sistema. También hay comunidades campesinas y está la neo ruralidad de personas que entendieron que somos naturaleza, que vuelven a la tierra como un espacio a rehabitar y a preservar. Y que saben que la lucha por la madre tierra es la madre de todas las luchas.
Se descartan los saberes de quienes hacen los alimentos. Se piensa como superadora la ciencia y la tecnología involucradas en la alimentación. Lo cierto es que ninguna de las industrias que patentó el maíz puede hacer maíz. Lo propio se aplica a las papas patentadas por Monsanto: esas papas pudieron ser patentadas porque antes se robaron las semillas de los pueblos que las producían.
Esto trasciende la agricultura, cruza los fogones y llega a la mesa. ¿Cuántos años estuvimos haciendo cocina francesa en Latinoamérica y dándole la espalda a nuestras cocinas, a nuestra biodiversidad, nuestras recetas, nuestra cultura?
–Un disparate. Así como hay una idea de la Humanidad “blanca” que habita paisajes “blancos”, también hay una idea de gastronomía “blanqueada”. No se trata de exportar nuestro localismo. Lo que hay que construir en gastronomía es territorialidad. Y, como en otros rubros, cuestionar el poder. La lucha es política y no se gana solamente cambiando el menú de las casas sino librando otras batallas. Es importante saber con qué herramientas contamos y en qué espacios usarlas. Desde la escuela, para conquistar una alimentación mejor y multiplicar ese mensaje. Desde los nodos de consumo, donde los que compramos funcionamos como co productores del productor. Hay distintos ámbitos donde uno puede recuperar poder de impacto en su territorio.
Existe en muchos la creencia de que con otro sistema no podemos alimentar al planeta.
–¡Como si este sistema lo estuviera haciendo! Entre unas 800 y 900 millones de personas padecen hambre agudo y unos 2000 millones no llegan a los nutrientes necesarios. Vamos hacia el colapso. Se producen alimentos con venenos, una locura. Un tercio de lo que se produce se tira. Destruimos todo por nada. Ya agregados de Naciones Unidas hablan de esto como de una violación a los derechos humanos. Y por otra parte, la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), en sus documentos muestra que el 70% de los alimentos del mundo provienen de la agricultura familiar. Está claro que el sistema alimentario solo se alimenta a sí mismo y que la agroecología es la única salida posible.
Cuando se metió la corporación médica en connivencia con la alimentaria demonizando a las grasas, la industria del azúcar –junto con los edulcorantes y las harinas– se volvió la gran regente de nuestro menú.
¿Comemos guiados por la publicidad?
–Sí, porque es lo que está al frente de los paquetes. Antes teníamos al frente comida real. Una manzana que se explicaba a sí misma. La mejor decisión es no comer procesados y ultra procesados y no es difícil de hacer siempre y cuando vivas en lugares donde los alimentos frescos están disponibles.
¿Cuál es el rol de los nutricionistas en esta historia?
–Se construyó un discurso hegemónico que plantea a la alimentación como un hecho comandado por expertos. Algo así como que vos no podés hablar de comida si no sos nutricionista. Y los nutricionistas son básicamente evaluadores de paquetes de supermercado, contadores de calorías y tienen pánico a la comida elaborada en una casa porque no pueden medir la cantidad de ingredientes, en cambio te dan un turrón y piensan que ya está. Pero no alertan sobre los ingredientes que contienen los procesados y ultra procesados: grasas de mala calidad, azúcar y sodio en cantidades imposibles, sumados a conservantes, aditivos, colorantes. No informan. Y eso es funcional a las empresas que justamente hoy hacen lobby oponiéndose a la ley del etiquetado porque no les conviene que la gente sepa qué es lo que se lleva a la boca.
¿Cocinar es una forma de resistencia y de salud?
–Cuando en los 70, la corporación médica, en connivencia con la alimentaria, demonizó a las grasas, la industria del azúcar –junto con los edulcorantes y las harinas– promovió un discurso lipofóbico que le dio un lugar protagónico a este producto. Entonces el azúcar se volvió el gran regente de nuestro menú. Un menú que no nos alimenta y nos enferma. Cada vez hay más evidencia de que siempre va a ser mejor comer un plato preparado por un humano que un producto diseñado en base a las formulaciones de una empresa.
* Soledad Barruti es periodista y escritora, autora de los libros Malcomidos (cómo la industria alimentaria nos está matando) y Malaleche (el supermercado como emboscada), ambos editados por Planeta. Soledad es arte y parte del portal Bocado, en el que escriben reconocidos periodistas de América Latina. Y es valorada por su labor de investigación y de comunicación sobre la industria alimentaria.