ATARAZANAS

Laberintos que desbordan de puestitos. Puntos de encuentro donde comer y contarse las vidas. Los mercados guardan la memoria de los pueblos, su manera de ser, el corazón de su cultura. Y en cualquier lugar del mundo me atrapan.

Texto y fotos de María De Michelis
Cada vez que voy a Málaga, Andalucía, me doy una vuelta por Atarazanas. Está montado en un espacio donde funcionaban astilleros nazaríes en el siglo XIV. Después de la conquista cristiana de la ciudad, fue almacén, arsenal, hospital militar y cuartel. De aquella estructura llena de paredes con filigranas no quedó nada. Cuando se demolió la construcción, en 1868, sólo se salvó la puerta original. De día es un recuerdo moro que recupera su brillo con el sol.

Voy temprano a este mercado. Me encanta caminar despacito y detenerme en cada puesto para ver los productos exhibidos como en una joyería parisina. Olisqueo el perfume de frutas y especias. Me relamo con el olor a mar de pescados y mariscos. El rojo estridente de las gambas y de los carabineros. El brillo de plata de las anchoas.

En una esquina, aceitunas. Tantas, diferentes. Las subliman el vinagre, el ajo y la guindilla. Deme todas. Al lado, almendras del tamaño de uvas. Tostadas y saladas, una crocantez adictiva. Las como de a puñados, solas. O con higos secos y tiernos, puro dulzor.

Algunos de estos productos y su esencia morisca se lucen en los platos de talentos como José Carlos García, y su restaurante 1 estrella Michelin, a metros del Puerto. José Carlos prepara clásicos remozados. Ajoblanco. Salmorejo, esa suerte de gazpacho más rústico. Rico, pero el glamour me empalaga y a las estrellas prefiero verlas de noche en la playa y sus chiringuitos, donde se entiende el modo malagueño de disfrutar de la vida –nunca sin comida–. A esos chiringuitos les llega la materia prima directo del mercado: las antípodas de un súper. El punto exacto donde conocer el sabor local.