Tremendos vinos del frío
Bahía Bustamante – Chubut – Patagonia Argentina
Un corto periplo por una región que creí conocer bastante. Paisajes, comidas y una visita a la bodega Otronia, instalada en esta parte del mundo donde desde hace años tienen una importante producción de cerezas.
Publicado por Elisabeth Checa | Mar 26, 2022 | Recorridas, Viajes |
Fotos de Christian Quinteros
la tarde de mi llegada desde Comodoro Rivadavia, a unos 100 km de distancia, visité el bosque petrificado, con dos guías ilustradísimos que revelan los misterios de millones de años. Esas piedras casi brillosas que acaricio alguna vez fueron árboles. Palmeras, por ejemplo. Flora convertida en piedra. Parecería que en este sur tan lejano el tiempo se estira y deviene infinito.
A la noche comimos en La Tranquera, restaurante estilo bodegón patrio de toda la vida, en Sarmiento. Tito, el dueño, admirador de Miguel Brascó, preparó unas tapas de cornalitos y camarones de este mar sureño y perca a la plancha, especie de trucha más grasa y sabrosa que las salmonadas del lago Musters. El vino fue 45 Rugientes blend de Gewurztraminer, Pinot Grigio y Chardonnay. La gloria.
Probé, unos meses antes de la Pandemia, los vinos de Otronia presentados a la prensa por el enólogo de Avinea, Juan Carlos Murgia, en un almuerzo en el Four Seasons, con la presencia del italiano Alberto Antonini. Un enólogo siempre interesado por los vinos de la patria argentina. Lamentablemente, en esta visita a Sarmiento no coincidí con “el Alberto”, como le dicen en Mendoza. Pero entendí los vinos de Otronia probados algunas veces, en toda su dimensión geográfica y poética. Recorrí los viñedos de Chacra 22 y Chacra 25, a orillas del lago Musters, –Otron según lo antiguos pobladores–. Los viñedos más australes del mundo, me dicen, y están en la región más fría del país, en el límite con Santa Cruz. Además de Chardonnay y Pinot Noir, que nacieron con la intención de elaborar un champán especialísimo –por las condiciones climáticas– cultivan Merlot, Torrontés, Malbec, Pinot Gris y Gewurztraminer.
La cata en la bodega con foudres y barricas franceses de 220 litros, pequeños tanques y piletas sin epoxi, fue dirigida por dos jóvenes, Daniela y Farid, que se ocupan del día a día del control enológico. Me asombraron el rosé de Pinot Noir y el Naranjo Torrontés. Todos transmiten el espíritu del lugar. Después de la cata y antes de irnos hacia Bahía Bustamante, devoramos un corderito frente a los viñedos, acompañado por esos vinos tan especiales. En esta ocasión fueron Torrontés, Merlot y Pinot Noir.
Partimos entonces junto al responsable de la bodega y su mujer hacia otro destino chubutense: Bahía Bustamante. Cuatro horas atravesando la nada: la infinita meseta patagónica.

Bahía Bustamante: los vinos del mar en un marco estremecedor
El lodge Bahía Bustamante, frente a ese mar de un azul intenso donde nos recibió Astrid Perkins, la mujer del propietario, Matías Soriano, es un marco exquisito, con vestigios históricos, ya que alguna vez fue un pueblo de algueros. Pude regocijarme durante tres días no solo con ese entorno de belleza y salvajismo, sino también con un gran descubrimiento que se podrá compartir entre pocos: Matías Michelini, junto a un joven enólogo mendocino, elabora Semillón y Pinot Noir, en viñedos plantados casi en el mar. Los vinos reposan en vasijas de barro enterradas en la playa de guijarros, junto a los viñedos. Allí se guardan los de la cosecha anterior. Pude probarlos: el Semillón tiene estructura y un intenso color dorado, aromas austeros, y tanto en este blanco como el Pinot Noir se percibe la salinidad.
Los viñedos son bajos, el espíritu de estos vinos, altísimo. Las pocas botellas de este experimento ya están vendidas a los visitantes de todo el mundo que vienen a conocer este sitio. Hablé con Matías, me confirmó que los vinos aún no tienen nombre y que están todos reservados.
Hace años el lugar fue un pueblo dedicado al cultivo de algas, utilizadas con infinitos propósitos, desde productos de cosmética hasta fertilizantes. Cuando se dejaron de explotar, los habitantes partieron hacia destinos más promisorios y menos solitarios. Los Soriano crearon entonces, paso a paso, este lodge con algunas casas que dan sobre el mar, otras algo más alejadas, un comedor, un living bar con biblioteca. Ese romántico pasado de algas, marca el espíritu de Bahía Bustamante.
La gastronomía del lodge está basada en lo orgánico, todo lo que se consume proviene del lugar. La huerta regida por los conceptos biodinámicos, difíciles en este entorno ventoso, está a cargo de Astrid Perkins y de ayudantes llegados de diversas partes del mundo. El pescado, de allí nomás. Panes de masa madre, vegetales de un sabor particular, mermeladas de membrillo y de manzana. Lo más rico: el pez gallo en su punto exacto de cocción, con vegetales grillados, pasta amasada con un pesto de salicornia y los buñuelos aéreos de algas Nori, platos perfectos para los vinos mendocinos de Matías y los que trajimos de Otronia, especialmente el Blanc de Blancs.
El bar, con sus sillones de cuero, tiene algunos spirits sorprendentes, como un gin de Puerto Madryn y otro del Valle de Uco, elaborado por Stefano Michelini.
Vino y comida, en este lado del mapa argentino, cuentan un paisaje moldeado por el viento, la aridez y la sal.
Dentro de la estancia de los Soriano, a pocos kilómetros, sobre el mar, visité una escultura del artista plástico francés, Christian Boltanski (1944-2021), realizada hace unos años para la Bienalsur organizada por Untref. Sobre la playa y junto a la osamenta de una ballena, erigió tres embudos o campanas en hierro, oxidados por el tiempo y la sal.
Al ser atravesados por el viento reproducen ese raro canto de las ballenas, que alguna vez escuché en Puerto Madryn.
Hice algunas visitas con jóvenes guías biólogos a diferentes lugares, como la isla de los pingüinos o la Bahía de las Burbujas, no de Champagne sino las que el tiempo construye en las paredes rocosas de una bahía. También una conmovedora observación guiada de las estrellas, que allí parecen tan cercanas.
Al día siguiente partimos con mi colega cordobés, con el que compartí el viaje, hacia Camarones, un pueblo rústico y auténtico que cuenta con puerto y 2000 habitantes. Para llegar desde el lodge preferimos la ruta de ripio, porque se ve durante el trayecto ese mar intensamente azul. En este pueblo, alguna vez vivió de chico Perón, porque su padre fue juez de Paz. Hay un museo instalado en la casa que fue reconstruida en ese estilo característico del lugar, con pequeñas ventanas y paredes de hojalata. Un sitio que reúne momentos claves de su historia.
En Camarones recorrimos un Parque Nacional habitado por infinitos pingüinos, y comimos en el restaurante Alma Patagónica. Su dueño nos preparó buñuelos de Ulba, alga que también llaman lechuga de mar, con langostinos y una pasta amasada con albahaca y mariscos. Supe en este viaje que los langostinos de la zona son los mejores del mundo y tienen un nombre Langostinos Salvajes Patagónicos.

Cabo raso, una aventura existencial
De nuevo la ruta para llegar al final del viaje: Cabo Raso. Ninguna sofisticación, ningún gancho turístico. El lugar fue, como Bahía Bustamante, un pueblo junto al mar. Cuando la ruta por la que se llegaba fue suplantada por otra, sus habitantes partieron. La soledad. El mar allí tiene una presencia aún más fuerte que en Bahía Bustamante, se siente el aroma salino. Me enteré entonces de que la célebre Sal de Aquí, es de allí.
Una pareja de Trelew, Eliane y Edu, con sus hijos, decidió habitarlo hace diecisiete años. Obtuvo la concesión oficial y se hizo cargo de este pueblo fantasmal transformándolo en sitio único. Ningún lujo, pero en cada detalle se nota la genialidad de la diseñadora. Los europeos que llegan hasta este lejano sur se deslumbran con la posada que tiene tres habitaciones confortables.
La noche que llegamos, el fuego crepitaba en un fogón cavado en la pared. Sonaba Eric Satie. En la casi oscuridad escucho una pregunta: ¿Doña, quiere un mate? Quien me lo ofrecía, un peón orgulloso de su origen mapuche, nos llevó al día siguiente a un par de lugares imperdibles: el mínimo y cuidado cementerio; un barco naufragado que el viento depositó en la playa y un bunker de triste pasado, que había sido destinado a la Operación Cóndor. Ahora ese espacio es usado por los turistas, entre los que hay muchos europeos, que acampan en los colectivos sabiamente dispuestos en un marco austero y exuberante a mismo tiempo. Cabo Raso es lugar para eternizarse. Un sitio soñado para solitarios en un mundo abigarrado y cada vez más peligroso.