Pueden ser cargosos, profesionales, eficientes o discretos. Hay mozos de todo tipo que facilitan o complican el servicio. Algunos comensales no se quedan atrás.
Publicado por María De Michelis | Sep 25, 2021 | Saberes |
on los intermediarios entre nuestros deseos y la cocina. La cara del restaurante. Los que se bancan las quejas por la carne demasiado jugosa o demasiado seca, por la tortilla tan baveuse, por la mosca en la sopa o el pelo en los argumentos.
Están los mozos de oficio, que enseguida pescan lo que falta en la mesa y mantienen una distancia saludable con el comensal. Están los muy profesionales pero mal ecualizados, que llegan a agobiar con sus tics de solemnidad. Tipos pegajosos (digo tipos porque las mujeres suelen ser discretas), que sobreactúan su tarea, te dicen “madame” y machacan cada dos minutos con el “¿todo bien por acá?”, interrumpiendo charlas, besos, broncas, sin registrar la escena.
Y cómo olvidar a los y a las pobres que deben aprenderse un discurso para un fine dining de muchos pasos y lo repiten en tono monocorde, igual al de una directora en un acto escolar. Por supuesto que hay menús largos que se agradecen y festejan, como el de El Celler de Can Roca, de los hermanos Roca; en Girona. ¿Qué los convierte en fuera de serie? La comida. El concepto. La coherencia. La mirada atenta del jefe de sala. El ritmo del servicio. Pero suele suceder que los menús que se extienden en el tiempo y te llenan de narrativas oblicuas, se conviertan en pesadillas de 4 horas y mil bostezos. Ni hablar cuando la espera entre paso y paso se eterniza: si fallan el servicio o la cocina, si el narcisismo del cocinero o de la cocinera se impone, el cliente paga la cuenta y las consecuencias.
Entre los múltiples perfiles de mozo, se encuentran los y las proclives al tuteo, muy de la escuela palermitana que abunda en algunos boliches cool. Gente que puede andar por el salón en patines, que te contesta con un “dale” cuando hacés el pedido y ante alguna duda sobre un plato te clava un “te la debo”.

A esta lista se suman los negadores, que con gesto un poco sádico se deslizan a centímetros de tu mesa sin mirarte, mientras vos estirás el cuello, levantás un brazo y les hacés señas. ¿A quién no le pasó?
Caso particular es el de Narda Comedor, de Narda Lepes. Por su salón no desfilan camareros cancheros sino mujeres, algunas de ellas, abuelas jóvenes que atienden con tanta calidez como eficiencia.
Capítulo aparte es el servicio del vino: sobre todo la temperatura. Todo un tema. El otro día tuve antojo de lomo a la Wellington. Un plato vintage y poco común en este lado del mapa. Encontrarlo en los restaurantes porteños es como buscar una aguja en un pajar y resulta que había visto en IG –donde todo se ve– un local en Palermo que lo tenía en la carta.
Reservo. Al llegar, algo me dice que la experiencia no va a ser buena. La confirmación de esta sospecha aparece junto con la copa de vino blanco que había pedido para arrancar y que me llega casi tibio.
–El vino no está frío. ¿Podrán cambiármelo, por favor?
Le pregunto a la camarera.
–Podemos ofrecerle hielo para refrescarlo.
Contesta.
–No, gracias.
Al rato vuelve con la misma copa refrescada, el mismo vino. Nada que hacer. Ya estoy jugada y paso al tinto rogando que el lomo a la Wellington no falle.
Exactamente una hora después (me habían dicho que el tiempo de espera eran no más de 45 minutos) logro disfrutar del plato. Interior saignant, duxele impecable, masa hojaldrada y perfecta. Pero un plato no vale otra visita. No pisaré tu calle nuevamente.

Sabemos que las modas, la pandemia, las crisis no son aliadas del buen servicio. La precarización laboral y el maltrato en gastronomía tampoco. Ni hablar de los clientes que practican el capricho por deporte. Los que las saben todas. O peor, los irrespetuosos de siempre. Más allá de los comensales y del contexto, hay una regla de oro: la buena relación calidad-precio, esa que orienta a la hora de entender qué exigirle a cada sitio según su categoría. Por suerte, esta medida del placer se mantiene saludable en ciertos restaurantes de alto vuelo y en ciertos bistrós, bares y bodegones porteños. Como Urondo, en Parque Chacabuco, o la histórica Rotisería Miramar, creada en 1950 por la familia Ramos.
Volví hace poco a Miramar y sus vitrinas con botellas, embutidos colgando de un gancho, retratos de El Polaco, de Arlt, de Manzi y de Sábato en la pared,. Esta vez no volví por los caracoles, la tortilla –babeuse–, el rabo de toro o el pulpo a la gallega. Volví por las sardinas. Y también por los mozos de antes, memoriosos a lo Funes, capaces de recordar seis principales distintos con sus acompañamientos.

El camarero que me toca en suerte es un personaje que roba cámara en esta escena desde hace 18 años. Se llama Oscar González. Tiene cancha, pinta y humor: es el preferido de Miramar. Su abuela y su abuelo eran cocineros y su padre había sido mâitre de Tomo I y del Morocco, pero de joven Oscar tenía el berretín del fútbol. “Jugaba en las inferiores de Boca y de Excursionistas. Cuando nació mi hija quise probarme acá, pasé el tiempo de prueba y no me fui más”, me dice mientras le saco una foto. “Salí lindo?” Se ríe el mozo ranqueado entre los 10 mejores de Buenos Aires. González cuenta que unos días atrás murió el primer cliente del lugar. Nunca dejó de venir. Ese es el éxito de un local: lograr la fidelidad de los comensales.
Después de una semana de experiencias olvidables en restós varios, reconforta la cena de bodegón. Platos ricos, sin pretensiones: la pretensión atrasa. La comida que se recuerda es la que vale. Por eso vuelvo a Miramar. Por los mozos que saben lo que hacen. Por las historias de una ciudad que ya no existe. Y por las sardinas.